Érase una vez, en la punta de una península batida por los vientos del Atlántico, una ciudad nacida al amparo de un faro romano que jamás se apagó. Y junto a ese faro, siglos después, se levantó un barrio de murallas y callejuelas que aún hoy sigue latiendo como un corazón antiguo: la Ciudad Vieja de A Coruña.

Cuentan los viejos juglares que el barrio fue fundado por mandato del rey Alfonso, cuando en el año del Señor de 1208 se entregaron fueros y privilegios a los hombres del mar. Y así, entre sal y rezos, entre hierro de herrerías y cánticos de taberna, fue creciendo una villa de piedra ceñida por murallas, con puertas que eran guardianes de piedra y hierro.

Las murallas medievales envolvían la ciudad como un cinturón, y aún hoy, aunque gastadas por siglos de salitre y batallas, conservan memoria de guerras y asedios. Había varias entradas, pero tres nombres resuenan con fuerza: la Puerta del Parrote, abierta al mar y a los barcos que llegaban cargados de esperanza y mercancías; la Puerta del Clavo, custodiando el acceso con severidad de hierro; y la Puerta de San Miguel, que guardaba como centinela la salida hacia el oeste, donde empezaban los caminos de tierra. Cada puerta era un dragón de granito que velaba el sueño de la villa.

Allí, donde la muralla se encontraba con la brisa, se levantaba un baluarte conocido como la Fortaleza Vieja, convertido hoy en el Jardín de San Carlos. Bajo sus magnolios y su césped húmedo descansa el general inglés Sir John Moore, muerto en la batalla de Elviña, cuando las tropas francesas y británicas hicieron de A Coruña un tablero de sangre. El jardín es hoy un remanso de paz, pero bajo sus sombras se adivina todavía el eco de la pólvora y de los lamentos de la guerra.

En una de las calles escondidas, llamada Sinagoga, habitó un pueblo que rezaba en lengua distinta y purificaba sus cuerpos en un baño secreto, el mikvé, oculto bajo la tierra. Allí, las mujeres descendían al agua fría y clara, y el silencio del ritual parecía detener el tiempo. Pero un día llegó el decreto de expulsión, y los cantos judíos se apagaron como lámparas al viento. La calle, sin embargo, guardó en su subsuelo aquel secreto, esperando que los siglos futuros lo desenterrasen para recordar que hasta en la piedra caben la fe y el exilio.

Más allá se alza la calle Damas, donde aún sobrevive, ruinoso y cansado, un edificio de más de ochocientos años. Sus muros, ennegrecidos por la lluvia, parecen susurrar historias de damas y caballeros, de mercaderes que regresaban de Flandes, de pleitos y traiciones. Y en el mismo camino se levanta la Casa Cornide, palacio barroco que nació con ínfulas de nobleza y hoy aguarda, orgulloso, a que los coruñeses decidan qué hacer con su memoria.

Pero en toda villa medieval los templos son faros interiores. La iglesia de Santiago, pequeña y románica, parece un caballero viejo encorvado bajo su armadura. Fue la primera en alzarse, la que recibió a peregrinos y marineros que imploraban salvación antes de hacerse a la mar. Más abajo, la solemne Colegiata de Santa María do Campo se alzó entre los siglos, piedra sobre piedra, como testigo del trabajo de los mareantes. En sus muros aún resuenan los rezos de los gremios que la levantaron, y su fachada guarda el eco de cada siglo que pasó frente a ella.

En el corazón del barrio se abre la plaza de Azcárraga, que en otros tiempos fue mercado y plaza de armas, escenario de ejecuciones y desfiles militares. Allí retumbaron cascos de caballos, se levantaron horcas y se pronunciaron sentencias. Hoy, los magnolios cobijan una fuente tranquila, y la plaza se disfraza de paz. Pero bajo cada losa se esconden gritos, canciones, pólvora y pólvora otra vez.

Y dicen que quien camina por estas calles camina entre fantasmas: los de los soldados ingleses que nunca regresaron a su isla, los de los comerciantes que soñaban con América, los de las damas que asomaban a las ventanas góticas con la esperanza de ver volver a sus hombres del mar.

La Ciudad Vieja de A Coruña no es un barrio muerto: es un cuento vivo. Cada calle es un párrafo, cada iglesia es un capítulo, cada piedra una palabra. Y el relato sigue escribiéndose cada día, porque los cuentos verdaderos nunca terminan: se heredan.

Así, cuando alguien se adentra por la calle Sinagoga, roza los muros de la calle Damas, atraviesa las puertas antiguas o se detiene en la fuente de Azcárraga, no pasea: escucha. Escucha la voz de la ciudad, que desde hace ochocientos años repite lo mismo: que somos memoria, que somos piedra, que somos mar.