Acto de nombramiento de cardenales en la basílica vaticana de San Pedro en 2023.
El nuevo Papa puede ayudar a crear otra vez un tiempo de paz
La gran paz del siglo XIII logró en Europa la renuncia a la violencia y a los conflictos armados. Sería deseable que el 267º Papa encuentre un camino similar para el mundo del siglo XXI.
Si existe un escenario principal para el gran teatro del mundo, ese lugar sería la romana Plaza de San Pedro. Resulta difícil imaginar en Washington, Pekín o Moscú una sucesión de acontecimientos con tanta significación como la que, en riguroso directo, ha tenido lugar allí hace apenas unos días.
Rebobinemos: la visita del vicepresidente de EEUU, JD Vance, al Papa Francisco. El fallecimiento de Bergoglio apenas 24 horas más tarde, al amanecer del lunes de Pascua. El funeral y entierro del pontífice, que reunió a los poderosos del orbe con menesterosos, descartados y multitudes anónimas. El improvisado encuentro entre Trump y Zelenski, que —tras su desastrosa primera conversación pública en el Despacho Oval— tal vez sirva para introducir algo de racionalidad en las encrespadas aguas internacionales…
El último capítulo de este auto, ya en marcha, comenzará de derecho este miércoles, cuando el colegio de cardenales se reúna a puerta cerrada en la Capilla Sixtina para elegir al nuevo Papa, el número 267 de la Iglesia católica.
Dada la relevancia mundial que conlleva la figura de todo pontífice, no se trata en absoluto de una elección que sólo concierna a los creyentes. De ahí el bimilenario afán por tratar de ahormar el magisterio de la cátedra de San Pedro con intereses de todo tipo, especialmente durante las épocas convulsas, en las que unos suben y otros bajan.
El actual cambio de época que atravesamos, marcado por choques ideológicos y políticos de carácter tectónico, constituye uno de esos momentos difíciles.
El presidente estadounidense Donald Trump, reunido junto a su homólogo Volodímir Zelenski, en el Vaticano antes del funeral del papa Francisco.
Y aunque cada nuevo capítulo de la historia trae consigo acontecimientos cargados de radical novedad, también es posible identificar, en el devenir de los siglos, pautas y esquemas que tienden a repetirse. Es significativa la afirmación de Cicerón de que la historia, además de testigo del tiempo, es luz de la verdad y maestra de vida. Mark Twain, con su característico ingenio, lo expresó con su célebre frase: "La historia no se repite, pero rima".
Uno de los referentes del pasado de la Iglesia que podría resultar útil durante el precónclave para abordar la actual encrucijada mundial es la etapa aún conocida como "la gran paz", que abarcó la mayor parte del siglo XIII, desde el año 1215 hasta el 1282.
Para comprender este período es necesario remontarse a las centurias precedentes, cuando Europa poco a poco comenzó a abandonar las violentas costumbres feudales y adoptó sistemas jurídicos que introducían un fundamento ético a las relaciones entre monarcas y súbditos.
Esto permitió que en 1215 floreciera la Carta Magna de Juan I de Inglaterra, el famoso Juan sin Tierra; un documento que no por casualidad formaba parte de un tratado de paz entre el rey y sus barones. Cabe destacar que los reinos españoles se adelantaron a este proceso: el Fuero de León, de 1017, ya reconocía la inviolabilidad del domicilio, la libertad de comercio y los primeros derechos de las mujeres.
Así, al quedar reconocida una base jurídica y política de naturaleza ética en los distintos reinos europeos, durante el siglo XIII fue posible avanzar —en una época en la que aún no existía el derecho internacional— hacia un modelo de arbitraje diplomático que contenía la violencia y facilitaba el entendimiento entre los señores de Europa occidental.
"A través de los populares movimientos de paz, los papas terminaron por convencer a reyes y nobles de que ellos serían los primeros beneficiados por la ausencia de violencia"
El período se caracterizó por una razonable estabilidad: las relaciones feudales gozaron de cierto equilibrio, los reinados fueron en general largos y escasearon las guerras.
La Iglesia, especialmente los pontífices romanos, desempeñó un papel fundamental en este contexto. A través de los populares movimientos de paz, terminaron por convencer a reyes y nobles de que ellos serían los primeros beneficiados por la ausencia de violencia, ya que sin paz tampoco resultaba viable ejercer el poder. Funcionó —al menos durante un tiempo—, pero lo cierto es que funcionó.
Existen no pocas similitudes entre aquel periodo y el momento presente.
Ahora, de algún modo como entonces, la atmósfera política internacional está encrespada. Los poderosos de la Tierra, de forma cínica, parecen oscilar entre la tentación imperialista —que conlleva inevitablemente abrir la espita de la guerra (ellos son los primeros en saberlo)— o el repliegue autocrático y autárquico dentro de sus propias fronteras.
El desprecio al derecho internacional resulta patente, pero la evaluación de daños y beneficios tampoco parece indicarles de manera clara qué camino escoger. Precario equilibrio cuando el único freno a la avaricia y la sed de poder es la cautela y el miedo.
Entre amplios grupos sociales cunde la sensación de que no existen horizontes claros ni proyecto de futuro definido. Tampoco lo hubo durante el largo periodo que abarca el Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media. En el plano ético, el ciudadano medio—el súbdito de hoy— sigue oscilando entre un difuso relativismo y un no menos difuso ternurismo.
Sin embargo, durante el reciente apagón, cuando podrían haberse desatado los peores instintos, el comportamiento de la ciudadanía española ha resultado ejemplar. Dudo que en otros países, tanto de Oriente como de Occidente, la conducta hubiera sido muy distinta.
Pese a lo que sostienen los eternos agoreros, queda latente un pujante rescoldo de ética. No es la dosis ideal, pero tampoco puede considerarse menor.
"El estar, a la vez, con todos y con ninguna opción política concreta garantiza a la Santa Sede su independencia con respecto a cualquier poder temporal"
Al igual que en el siglo XIII, existe una base de ética en todas las culturas y países. Y ello, a su vez, ofrece altas posibilidades de convergencia con la "moral 360º" que la Iglesia ha venido explicitando desde el Concilio Vaticano II. Hecho que ahora abre perspectivas de esperanza como ya las abrió en el Duecento.
Antes de seguir avanzando, conviene explicar en qué consiste esta "moral 360º", que también podríamos denominar de "salud integral" o de "salud global".
Brevemente, sin perdernos en honduras, plantea una visión antropológica que no solo no renuncia a la primordial preocupación por el vínculo con la trascendencia y las cuestiones que podríamos denominar de familia y vida, sino que, gracias a una más depurada compresión de su propia tradición, amplía el foco de atención hacia temáticas de corte ecológico, de libertades cívicas y de economía y justicia social.
Esta perspectiva ética, que es la sostenida por los últimos pontífices, en particular desde San Juan XXIII a Francisco, afina el modo de actuación que la Iglesia siempre mantiene a través de su doble presencia: la local y la global.
Puede, por un lado, encontrar resonancia y eco entre las más diversas naciones y ámbitos sociales. Y, por otro, ofrece un horizonte de visión compartida cuando el mundo, que de facto ya está globalizado desde hace tiempo, carece de soluciones humanistas de alcance igualmente global y práctico.
No supone un detalle menor remarcar que esta posición —la de estar, a la vez, con todos y con ninguna opción política concreta— garantiza a la Santa Sede su independencia con respecto a cualquier poder temporal. Esta precaución, tras constatar una y otra vez de qué paño están hechos los emperadores, reyes y nobles de todo tiempo y lugar, también la tenían muy presente los papas del Medioevo.
Con todos los fallos consustanciales a la condición humana, que no son pocos, la gran paz del siglo XIII logró en Europa la renuncia al uso de la violencia y los conflictos armados y, por tanto, el avance en el proceso de humanización social. Sería deseable que el 267º Papa encuentre un camino similar para el mundo del siglo XXI. Falta hace.
*** José Barros es periodista y consultor de comunicación.