Estatua de Mary Wollstonecraft en Londres.

Estatua de Mary Wollstonecraft en Londres.

LA TRIBUNA

¿Tenemos miedo los hombres a la 'literatura femenina'?

El arte, si es arte en sentido estricto, no va destinado ni a hombres ni a mujeres, sino a las preocupaciones más profundas de los seres humanos.

1 octubre, 2021 01:54

¿Tenemos miedo los hombres de leer lo que han escrito las mujeres? Podría ser, pero sólo si le hubiéramos dedicado un solo segundo a reflexionar sobre el asunto. Y, sin embargo, es lo que sostiene uno de esos artículos tan cuquis que florecen en las publicaciones aledañas de El País. Titulado interminablemente (una de las consecuencias de lo digital es que está convirtiendo la brevedad en un lujo tan sólo al alcance de los que verdaderamente tiene algo que decir) Escritoras “contra la brecha de autoridad”: por qué los hombres todavía no leen a las mujeres, la autora, basándose en no se sabe qué intuiciones de carácter sobrenatural, se pregunta “¿de qué tienen miedo?”.

La verdad es que no conozco a ningún hombre aficionado a la lectura que, a la hora de adquirir un libro, se plantee como cuestión mínimamente decisiva la cuestión del sexo. Lo que sí conozco, sin embargo, es un tipo de temáticas, de modos, de estilos y enfoques diseñados, de forma consciente o inconsciente, para un público eminentemente femenino y que, precisamente por ello, carece del menor interés para el lector medio masculino.

En el artículo citado, una tal Mary Ann Sieghart, periodista, imagínense, de un medio tan reputado y ecuánime como The Guardian y autora de un ensayo titulado La brecha de autoridad, nos conmina a que “si los hombres no leen libros escritos por mujeres y sobre mujeres, no comprenderán nunca nuestra psique ni nuestra experiencia vivida. Continuarán viendo el mundo con la experiencia masculina como predeterminada”.

Bueno, Mary Ann, hay tantas implicaciones en tu afirmación que corro el riesgo de quedarme sin espacio en este artículo. En primer lugar, nos encontramos con esa mentalidad de compartimiento estanco tan propia del pensamiento identitario. No podemos saber en qué tipo de mundo vive Mary Ann Sieghart, aunque podamos imaginarlo, pero lo que sí sabemos es que sí hay infinitas posibilidades de relaciones entre hombres y mujeres que están mucho más allá de los libros. Sin ir más lejos, la convivencia cotidiana entre unos y otras y entre otras y unos, algo, por cierto, que se ha producido aproximadamente desde que los humanos somos humanos. Es posible que ello haya sido una de las razones por las que Homero pudo crear a Penélope, Flaubert hiciera lo propio con Madame Bovary y Dostoyevski nos regalara ese asombroso catálogo de personajes femeninos.

Los seres humanos somos inevitablemente humanos y el género, a la postre, interviene de un modo bastante poco determinante

En segundo lugar, nos tropezamos con el clásico prejuicio sobre las inveteradas deficiencias de la psicología masculina, en virtud del cual el hombre estaría congénitamente incapacitado para comprender a la mujer a menos que escuche, literalmente, lo que ella le diga. Aquí resuena ya la ballena del “hermana, yo te creo”. No obstante, confieso que, en este punto, estoy tentado de darle la razón a Mary Ann. Cuanto más conozco a las mujeres, menos las comprendo. Y viceversa.

Y, sin embargo, si hay algo que me ha quedado claro en las pocas incursiones que he realizado en esa literatura, así llamada, femenina es que no va a ensañarme nada que no me hayan enseñado ya los tópicos sobre el tema. Al fin y al cabo, los seres humanos somos inevitablemente humanos y el género, a la postre, interviene de un modo bastante poco determinante: “Si me pinchas, ¿no sangro?”, que decía el poeta. Pero hay, además, una cosa que me consuela: a ellas les pasa lo mismo. Entre hombres y mujeres se alza un incitante misterio y está bien que así sea.

El tercer aspecto del juicio de Mary Ann y, por extensión, de la autora del artículo y, por extensión, de todas nuestras escritoras resentidas por la indiferencia de la masculinidad a sus escritos no sólo es más problemático, sino también uno de los rasgos más identificativos del tiempo en que vivimos: me refiero a lo que podríamos llamar patrimonialismo identitario.

En un mundo caracterizado por la fragmentación de las identidades, han ido surgiendo minorías que, como un eco de las viejas vanguardias del proletariado, se arrogan el uso y el abuso de la representatividad de un determinado colectivo. Así, de la misma forma que el feminismo rampante se apropia de la representación de las mujeres, este tipo de escritoras no sólo fagocitan a todas las mujeres que escriben, aunque no escriban lo que ellas, sino también a todas las mujeres en sentido absoluto, por más que la inmensa mayoría no las lean. Les voy a poner un ejemplo cercano: mis amigas, mujeres todas ellas cultas, desprejuiciadas y fervorosas amantes de la literatura, preferirían antes quitarse del vino que leer una sola línea de Elvira Lindo.

Pero vayamos a la mayor, que es lo que importa: es falso que los hombres no leamos literatura escrita por mujeres, eso sí, sólo si entendemos por tal no lo que entienden nuestras escritoras circunscritas, sino cualquier obra literaria cuya autora, casualmente, sea una mujer.

Pongamos como ejemplo el caso de Ana Iris Simón, tan detestada por algunos como admirada por otros, entre los que me cuento. Nadie podrá negar que Ana Iris es tan leída por los hombres como por las mujeres. ¿Por qué? Porque tanto lo que cuenta, como la forma en que lo cuenta, sin dejar de tener un sesgo inequívocamente femenino, trasciende ampliamente los estereotipos de género. Precisamente por eso, leemos también, como leyeron nuestros ancestros, a Safo de Lesbos, a Teresa de Ávila, a Juana Inés de la Cruz, a Jane Austen, a Virginia Woolf, a Anna Ajmátova y a tantísimas otras virtuosas de la literatura universal.

Podemos seguir pensando, como siempre han hecho los malos artistas, que si no nos leen es porque no nos comprenden

El arte, señoras mías, si es arte en sentido estricto, no va destinado ni a hombres ni a mujeres, sino a las preocupaciones más profundas de los seres humanos en tanto seres humanos. Por eso, los hombres podemos emocionarnos con el Requiem de Ajmátova y las mujeres con El Quijote de Cervantes. Restringir un solo milímetro este radio de ambiciones no significa otra cosa que esta producción industrial de obras que tan sólo se sostienen en mecanismos de identificación instintiva que tal vez tengan mucho que ver con el perro de Pávlov, pero apenas nada con el arte.

No obstante, cabe todavía un último aspecto que es, nuevamente, uno de los signos de nuestra época: el victimismo. En vez de presuponer, interesadamente, que los hombres albergan algún tipo de miedo más o menos telúrico por lo que pudieran descubrir en las lecturas de mujeres, tal vez podrían preguntarse, de un modo mucho más productivo, qué tiene este tipo de literatura que no logre suscitar el interés de los hombres. 

Es verdad que el victimismo nos instala en un estado de pura comodidad en el que la responsabilidad siempre corresponde a otro, pero, a cambio, nos impide afrontar las limitaciones que nos reducen a un estado ínfimo. Podemos seguir pensando, como siempre han hecho los malos artistas, que si no nos leen es porque no nos comprenden y que si no nos comprenden es porque no nos leen, aunque la verdad segradable, como decía el poeta, finalmente asoma: si no nos leen es simplemente porque lo que escribimos no interesa.

Ello vendría a plantear una disyuntiva tan sólo resoluble, sin embargo, para personas adultas: yo puedo escribir, por ejemplo, un libro sobre fútbol destinado a los fanáticos de este deporte. Emplearé un lenguaje que les guste, introduciré guiños y mensajes compartidos, hablaré de experiencias con las que ellos se identifiquen y pulsaré sin pudor su imaginario. Pero, eso sí, después debería tener la elegancia de no quejarme por el hecho de que miles de lectores a los que les gusta el tenis no vengan a visitarme. Es más, tendré que asumir que, teniendo en cuenta que otros libros sobre fútbol sí han logrado atraer a devotos del tenis, tal vez el defecto sea mío. Parafraseando lo que, según Cernuda, le decía su mayordomo a Juan Ramón: señoras, la disyuntiva está servida.

*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.

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