La exclusiva de EL ESPAÑOL en la que informamos de que Antonio Hernando presionó al ministro José Luis Ábalos como lobista para beneficiar en Bruselas a sus clientes añade una capa más de sospecha sobre el Gobierno de Pedro Sánchez y sus colaboradores más cercanos.
La UCO investiga ya los mensajes de WhatsApp entre Hernando y Ábalos en un caso que, de acuerdo con la información conocida por EL ESPAÑOL, podría acabar derivando en un proceso por tráfico de influencias.
En la anatomía del sanchismo, donde la supervivencia política se eleva a la categoría de bellas artes, la figura de Antonio Hernando destaca como el ejemplo más acabado de una peligrosa especie que ha hecho hábitat en nuestra democracia: el servidor público reversible.
Su trayectoria reciente, un viaje de ida y vuelta entre la fontanería de Moncloa y el lobby privado, encarna una confusión de intereses tan flagrante que, en cualquier capital europea con estándares éticos rigurosos, habría inhabilitado su nombramiento como secretario de Estado.
El caso de Hernando no es el de una puerta giratoria clásica, donde el expolítico busca un retiro dorado en un consejo de administración. Es algo más sofisticado y perverso: una puerta giratoria centrífuga que nunca deja de girar en el sentido más conveniente a los intereses del beneficiado.
En 2019, tras ser purgado por defender la abstención del PSOE en la investidura de Mariano Rajoy frente al "no es no" de Sánchez, Hernando fundó la consultora Acento junto a José Blanco. Hernando y Blanco no vendían know-how técnico, sino agenda.
Y la vendieron bien.
Durante dos años, Hernando ejerció de facilitador para intereses que chocan frontalmente con la seguridad nacional, como los de la constructora estatal china CCCC (a la que ayudó a adquirir el Grupo Puentes) o el gigante tecnológico Huawei, vetado por nuestros aliados atlánticos.
Hasta aquí, la actividad de un particular al servicio de los intereses de una dictadura. Una actividad moralmente dudosa y perjudicial para los intereses de nuestro país, pero legal.
Lo inaceptable, y lo que degrada la calidad institucional de nuestro país, es la porosidad absoluta con la que Hernando ha regresado al núcleo de la toma de decisiones.
En octubre de 2021, Hernando, perdonado por Pedro Sánchez tras su "traición" de 2016, volvió a Moncloa como director adjunto de Gabinete. Desde septiembre de 2024, ocupa la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones.
El conflicto de intereses no es potencial, es fáctico: el hombre que cobraba por defender la expansión de Huawei en España es hoy quien decide sobre el despliegue del 5G y la ciberseguridad del Estado. La línea que separa el interés general del interés de sus antiguos clientes se ha borrado.
La sospecha de que su actividad en Acento rozó el tráfico de influencias se agrava al observar la estructura familiar del negocio. Mientras Hernando volvía al sector público, su esposa, Anabel Mateos, se mantenía en la consultora gestionando, precisamente, la cuenta de Huawei.
Esta bicefalia (marido regulador, esposa lobista) ha convertido la gestión de los fondos públicos en un asunto doméstico.
También es inquietante la sombra de las cloacas que persigue a su gestión. Las recientes revelaciones sobre su presencia en reuniones en Ferraz para gestionar audios del excomisario Villarejo, en un intento de limpiar rastros de guerras internas pasadas, dibujan un perfil más propio de un conseguidor que de un alto cargo del Estado.
Hernando aparece allí donde el poder necesita oscuridad: ya sea facilitando la entrada de directivos chinos en plena pandemia o buceando en grabaciones sobre saunas y prostíbulos.
Hoy, este lobista de ida y vuelta gestiona un presupuesto millonario destinado, entre otras cosas, a la digitalización de los medios de comunicación. Que el reparto de 125 millones de euros en ayudas a la prensa dependa de un perfil con tal mochila de intereses cruzados es una amenaza directa a la pluralidad informativa.
La rehabilitación política de Hernando no es un triunfo del perdón sanchista, sino la constatación de la impunidad ética de quienes rodean al presidente.
Al borrar la frontera entre el conseguidor privado y el gestor público, el Gobierno no sólo ha normalizado el conflicto de intereses, sino que ha institucionalizado la sospecha.
España no puede permitirse que la política industrial y de seguridad del Estado esté en manos de quien, hasta ayer mismo, tenía precio en el mercado de influencias.