La Comisión Europea ha pisado el freno y cambiado el rumbo de las políticas climáticas y energéticas previstas para las próximas décadas.

Lo que hace apenas dos años se celebraba en Bruselas como el hito definitivo de la descarbonización (el fin de la venta de coches de combustión interna para 2035) se ha transformado esta semana en papel mojado.

La propuesta del Ejecutivo comunitario de atenuar la exigencia de reducción de las emisiones del 100% al 90%, permitiendo de facto la supervivencia de los motores de combustión, no es un simple ajuste técnico.

Es un reconocimiento explícito de que la hoja de ruta verde, tal y como estaba diseñada, colisionaba frontalmente con la realidad industrial y social del continente.

Este viraje de 180 grados, orquestado por la presidenta Ursula von der Leyen bajo la presión de su propia familia política, el Partido Popular Europeo (PPE), marca el fin de una etapa caracterizada por un idealismo regulatorio que a menudo ignoró las capacidades reales del mercado.

La realidad, obstinada, ha terminado por imponerse a la utopía legislativa.

Los datos son innegables. El estancamiento en la venta de vehículos eléctricos, incapaces de penetrar en el mercado de masas por su elevado precio, y la crisis estructural de gigantes como Volkswagen, que afronta cierres de plantas históricos en Alemania, han encendido todas las alarmas.

Europa ha comprendido tardíamente que no puede legislar contra su propia industria ni imponer una transición que la clase media europea no puede pagar.

La decisión de Bruselas supone la victoria del pragmatismo económico sobre las posturas climáticas más rígidas, defendidas por España y Francia, frente al pragmatismo de Alemania, Italia y el PPE.

La Unión Europea, que durante la última legislatura se erigió en vanguardia mundial de la lucha contra el cambio climático, ha tenido que asumir que la sostenibilidad ambiental no puede construirse sobre las ruinas de la competitividad industrial.

La amenaza china, cuyos fabricantes inundan el mercado con vehículos eléctricos subvencionados a precios imbatibles, ha obligado a redefinir las prioridades. La urgencia ya no es sólo salvar el planeta, sino también salvar el tejido productivo europeo y los millones de empleos que dependen de la automoción.

En este tablero reconfigurado por el eje Berlín-Roma, la figura del presidente español, Pedro Sánchez, ha quedado desdibujada, evidenciando una preocupante soledad política en los pasillos de Bruselas.

La carta enviada por Sánchez a Von der Leyen el pasado 11 de diciembre, implorando mantener el veto de 2035 bajo el pretexto de la "seguridad jurídica" para las inversiones ya realizadas, ha sido desoída con una frialdad diplomática que ilustra la pérdida de influencia de la postura española.

El error de cálculo de Moncloa ha sido doble.

Primero, no anticipar que el viento en Europa había cambiado de dirección, pasando del Green Deal al imperativo de la seguridad económica.

Segundo, aferrarse a una ortodoxia verde que incluso sus promotores originales, los alemanes, han abandonado ante la evidencia de los números.

Mientras España defendía la rigidez del calendario, Alemania e Italia tejían una alianza para flexibilizarlo, protegiendo unos intereses nacionales que Pedro Sánchez ha despreciado a cambio del apoyo de partidos radicales que defienden políticas económicas de decrecimiento y destrucción del tejido productivo. 

Pero el volantazo de la UE no debe leerse como una renuncia a la descarbonización, sino como una corrección necesaria.

La transición energética sigue siendo irrenunciable, pero la lección de este diciembre de 2025 es clara. Los objetivos climáticos deben acompasarse al ritmo de la tecnología, la economía y la sociedad.

Pretender forzar la marcha marcando objetivos irreales sólo conduce a la melancolía industrial y al rechazo ciudadano. Europa ha elegido, finalmente, el camino del realismo.