El Gobierno pretende cruzar una línea roja que trasciende las negociaciones parlamentarias y los equilibrios presupuestarios.
Al anunciar su apoyo a la entrada de Cataluña y el País Vasco como miembros asociados en la UNESCO y la Organización Mundial del Turismo, Pedro Sánchez no negocia sólo competencias administrativas.
Busca, deliberadamente, otorgar legitimidad internacional a la idea de que estas comunidades autónomas son potenciales sujetos de Derecho internacional equiparables a los Estados nación.
Y todo ello a cambio de algunos meses más en La Moncloa.
La argucia es de una extrema tosquedad, incluso para los parámetros del sanchismo.
Los miembros asociados de organismos internacionales son territorios sin responsabilidad en sus propias relaciones exteriores: Macao, que permanece bajo soberanía china; las Islas Feroe, que dependen de Dinamarca; Nueva Caledonia, que es colectividad francesa.
Su participación internacional es un acto de delegación, no de autonomía política real.
Sin embargo, otorgar a Cataluña y el País Vasco este estatus en organismos de alcance mundial crea una ficción política de extraordinaria envergadura: la de que son entidades equiparables a Estados en sus capacidades de acción internacional.
El procedimiento adoptado es igualmente inquietante. Esta decisión no requiere aprobación de la Asamblea General de las Naciones Unidas ni del órgano rector de la UNESCO.
El Gobierno español, por tanto, presentará las candidaturas. Y, si logra el apoyo necesario en los respectivos órganos de decisión de estas organizaciones, Cataluña y el País Vasco obtendrán un certificado internacional de semisoberanía sin que medien procesos democráticos adicionales.
España, paradójicamente, socavaría su propio estatus como Estado unitario avalando unilateralmente la proyección internacional de dos de sus territorios.
Que esta iniciativa surja como pago a Junts, el socio que ha puesto contra las cuerdas al Gobierno, añade una dimensión de fragilidad política profundamente inquietante.
Un Gobierno que busca recuperar apoyos parlamentarios cediendo legitimidad internacional a quienes niegan la soberanía nacional no está negociando desde la fortaleza; está capitulando y entregando dicha soberanía al mejor postor.
Cataluña y el País Vasco no habrían conseguido esto mediante vías constitucionales ni democráticas. Lo obtienen porque un presidente necesita sus votos para atrincherarse en el poder.
El Gobierno dirá que no cede soberanía. La afirmación es muy dudosa en lo formal, pero radicalmente falsa en lo material.
Porque la soberanía no es sólo la potestad legal de tomar decisiones. Es también la capacidad de representación en la escena mundial.
Cuando un territorio participa como miembro de organismos internacionales, con voz en asuntos de educación, ciencia, cultura y turismo, adquiere un rostro internacional que, aunque limitado, sólo tienen los Estados nación.
Es un grado de reconocimiento que Luxemburgo, Malta o el propio Vaticano ostentan, pero no Cataluña o el País Vasco, por la sencilla razón de que son comunidades autónomas de un Estado soberano.
El precedente es devastador. Si esto se aprueba, ¿qué impedirá que otras comunidades autónomas exijan una participación equivalente?
¿Y qué legitimidad moral tendrá el Gobierno para negarla?
Lo más grave es que todo esto ocurre sin un debate público serio, sin aprobación parlamentaria explícita, sin negociación alguna con los partidos de la oposición y sin referéndum en las comunidades afectadas. Por la vía del mero capricho presidencial.
Una decisión de esta magnitud simbólica y política exige consensos mucho más amplios que los que ofrece una negociación con un partido minoritario que amenaza con abandonar la legislatura.
De manera evidente, la decisión supone además dar el primer paso para el reconocimiento de Cataluña y el País Vasco como Estados independientes o "voluntariamente" asociados a España. Es decir, para el final de España como nación.
Sánchez ha elegido preservar su presidencia a corto plazo mediante un acto que compromete la integridad territorial de España a largo plazo.
Postergar la caída del Gobierno con una moneda de legitimidad internacional es una operación política tan irresponsable como peligrosa. Trocear la soberanía nacional a cambio de unos meses más en la Moncloa es una línea roja que sitúa la democracia española frente a lo desconocido.