Nayib Bukele no ha necesitado los resultados definitivos para declararse vencedor de las elecciones celebradas ayer en El Salvador, la república centroamericana que el líder de la formación Nuevas Ideas gobierna desde 2019.

Su candidatura a la reelección ha recibido el interés del mundo por muchas razones. El Salvador tiene poco más de seis millones de habitantes. Pero los años de Bukele le han concedido un alto valor simbólico en Hispanoamérica. Especialmente, por presentarse como el paradigma de un Gobierno que antepone la seguridad a la libertad con tanta buena fortuna como apoyo de su pueblo.

A ojos de los demócratas del mundo, el nuevo triunfo de Bukele es inquietante. Se produce después de que el candidato del partido Nuevas Ideas se saltase la Constitución salvadoreña, que impide explícitamente la reelección de un presidente. Para sortearla, Bukele se ocupó previamente de que la Fiscalía y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, con una composición a medida, no fuesen un obstáculo. Y no lo fueron.

Con todo, constitucional o no, la abrumadora mayoría de los salvadoreños ha optado por su papeleta. Tanto es así que su partido no sólo conservará la mayoría absoluta, sino que la oposición apenas ocupará dos escaños de los 60 de la Asamblea, según la información facilitada por el propio Bukele en sus redes sociales.

Los portavoces de la oposición han denunciado irregularidades en el proceso. La Junta Electoral, poco dada a la transparencia, tendrá que resolver si están en lo cierto. Lo que no parece probable es que nada vaya a alterar sustancialmente el resultado. Un resultado que arroja un sistema de partido único a mayor gloria de Bukele. El presidente podrá dar continuidad a sus planes con una falta de contrapesos alarmante. 

Una dicotomía con trampa

Con Bukele, la violencia estructural y el dominio de las maras han desaparecido. El Salvador ha pasado, en una década, de ser uno de los países más peligrosos del mundo a convertirse en uno de los más seguros del continente. Entre 2015 y 2022, la pequeña república pasó de registrar 103 homicidios por cada 100.000 habitantes a menos de 8 por cada 100.000, una tasa que lo acerca más a Estados Unidos (6) que a las vecinas Guatemala (17) y Honduras (36).

El yugo de las maras ha sido un lastre para la prosperidad económica de El Salvador durante décadas. El miedo a que un cambio de presidente devuelva el poder a las mafias es suficiente reclamo para que Bukele perpetúe un mandato lleno de sombras. Así que la situación no puede ser más perversa. Mientras los salvadoreños ven resuelto a corto plazo su principal foco de angustia y miseria, se convierten en víctimas de una deriva autoritaria con un precio a pagar a medio y largo plazo.

La toma del Poder Judicial, la violación de la Constitución, las decenas de miles de detenciones ilegales y la ocupación de todos los espacios mediáticos, entre otros muchos ejemplos, son obra de Bukele. La alta tolerancia a sus abusos sólo lo legitima para ir más lejos.

Mientras tanto, el periódico independiente El Faro investiga los vínculos gubernamentales con las mafias y varios casos de corrupción de los diputados de Nuevas Ideas entre enormes presiones, y con varios reporteros en el exilio.

El mérito de Bukele en la desarticulación de las pandillas es extraordinario. Hace una década, parecía impensable que la inseguridad dejase de ser la principal inquietud de los salvadoreños. Pero ese éxito no justifica la sustitución de una democracia plural por un modelo de líder único sin separación de poderes donde el pueblo pierde derechos y soberanía.

Los demócratas salvadoreños tienen una larga lucha por delante si aspiran a que la victoria aplastante de Bukele no se convierta en una carta blanca. La dicotomía entre libertad y seguridad es una trampa. El pueblo de El Salvador está en condiciones de exigir la convivencia de ambas.