El caso de Lucía Figar, exconsejera de Educación de Esperanza Aguirre, imputada en 2015 y desimputada más de siete años después por el caso Púnica, podría figurar en las enciclopedias de la injusticia como el ejemplo paradigmático de eso que ha dado en llamarse pena de telediario.

Figar, una de las políticas más prometedoras del PP de aquella época, llegó a sonar en su momento como sucesora in pectore de Aguirre. Su meteórica carrera, que podría haberla convertido, por carisma, por capacidad política y por competencia profesional, en la Ayuso de la segunda década de los 2000, quedó interrumpida por una acusación menor. La de haber gastado dinero público en campañas institucionales de publicidad que, presuntamente, habrían loado su acción de Gobierno, algo prohibido por la normativa. 

La acusación, ciertamente anecdótica en el contexto del caso Púnica, por no decir de difícil demostración en la práctica (¿cómo se decide dónde está la raya que separa la publicidad de una institución liderada por un consejero X y la promoción personal de ese consejero X?), acabó con la dimisión de Figar en junio de 2015, tras ser citada como imputada por el juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco

La carrera política de Figar podría no haber acabado ahí si la Justicia hubiera hecho su trabajo de una forma rápida y eficiente, y el caso se hubiera instruido con celeridad. O si existieran mecanismos efectivos que permitieran la desimputación, siquiera temporal, de aquellos a los que su inclusión en una causa genera un perjuicio de tal gravedad que este no se corresponde ni por asomo con el liviano peso de las acusaciones. 

Siete años después, la carrera política de Figar está, como ella misma dice hoy en EL ESPAÑOL, finiquitada. Finiquitada por una acusación que ha sido archivada y de la que no quedará otro rastro que el perjuicio que se le ha causado durante nada más y nada menos que siete años. 

¿Cómo pretender, a la vista de este mayúsculo despropósito de la Justicia, que los mejores profesionales del sector privado recalen en la política, aunque sea durante unos pocos años de su carrera, si una acusación sin mayor fundamento puede acabar, no sólo con su periplo en la política, sino también con su prestigio en el sector privado al asociar su nombre al de una corrupción que nunca existió

De esta manera, lo que está propiciando la Justicia es que en la política recalen únicamente aquellos que no tienen nada que ganar ni que perder en el sector privado. Es decir, los profesionales de lo público, los medradores de lo institucional y los trepadores de partido. Aquellos a los que les merece la pena correr el riesgo de una acusación infundada porque sus perspectivas en la empresa privada son inexistentes. 

El caso de Lucía Figar no es único. Con ella han sido desimputados otros 70 acusados, y entre ellos Esperanza Aguirre. Pero hay más casos. 

Sandro Rosell, expresidente del FC Barcelona, salió libre tras casi dos años en prisión provisional.

Demetrio Madrid, presidente de Castilla y León entre 1983 y 1986, dimitió tras ser procesado por un asunto relacionado con su propia empresa textil, y fue absuelto años después.

O Francisco Camps, al que aún no se le ha probado delito alguno.

O Jordi Cañas, que dimitió tras ser acusado de fraude fiscal, y que fue absuelto cuatro años después por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña cuando uno de los verdaderos culpables reconoció su inocencia.

Jordi Cañas es en cierta manera una de las pocas excepciones de la regla, dado que logró volver a su viejo partido, Ciudadanos, aunque en un lugar mucho menos relevante que el que ocupaba cuando dimitió: el de número dos de la formación.  

El problema, además, no se limita a la política e impacta de manera muy similar en el mundo de la empresa, donde acusaciones de tráfico de influencias, de fraude fiscal o de otro tipo de delitos económicos acaban con la reputación de profesionales impecables que luego, años después, son exonerados de toda culpa. 

Es absurdo pedirle a la Justicia que su acción no tenga un impacto inevitable en la vida de aquellos que pasan por su cedazo. Pero convendría que se hicieran los máximos esfuerzos posibles para reducir esos perjuicios a un mínimo imprescindible.

"Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía" dijo Séneca. Su frase sigue vigente hoy.