La eliminación del impuesto de patrimonio en Andalucía, que ha convertido a la comunidad gobernada por Juan Manuel Moreno en la segunda con menos gravámenes propios de España tras la de Madrid, ha sido el disparo de salida de una carrera fiscal a la que esta semana se han sumado Galicia y Valencia.

La Xunta de Galicia ha anunciado que deflactará el IRPF con efectos retroactivos desde el 1 de enero de 2022 a las rentas menores de 35.000 euros. La medida supondrá un ahorro de 46 millones para los ciudadanos gallegos. La rebaja se añade a la bonificación de un 25% extra del impuesto de patrimonio que, sumado al 25% previamente existente, llevará la deducción total en Galicia hasta el 50%.

A la carrera, que algunos han calificado de "puja a la baja", se sumó ayer martes el presidente socialista de la Comunitat Valenciana, Ximo Puig, con el anuncio de una deducción de 100 € para las familias hipotecadas, un aumento de un 10% en la cantidad exenta de tributación y otro aumento del 10% de las bonificaciones y deducciones fiscales para los ciudadanos con rentas inferiores a los 60.000 € anuales.

Como informa hoy EL ESPAÑOL, a la bajada de impuestos podrían sumarse a corto o medio plazo otras comunidades socialistas a espaldas de Moncloa.

Que Ximo Puig, uno de los barones con más peso del PSOE, se haya sumado a la carrera fiscal junto a las comunidades del PP no ha gustado en el Gobierno, que ha pedido "responsabilidad a todos". "El Ejecutivo no quiere recortar derechos y prestaciones", ha afirmado la portavoz Isabel Rodríguez

Pero es evidente que la decisión de Ximo Puig ha cogido a contrapié a un Gobierno que pretendía convertir la fiscalidad en uno de sus caballos de batalla para las próximas elecciones presentando al PP como el partido que defiende a los ricos y al PSOE como el caballero andante de las clases medias y trabajadoras. 

Pero ni las rebajas fiscales en las comunidades del PP benefician únicamente a "los ricos" ni la de Ximo Puig en Valencia se ha limitado a las rentas más bajas. Y baste para confirmar este punto la evidencia de que la petición de deflactar el IRPF que hizo Feijóo al presidente del Gobierno se limitaba a las rentas inferiores a 40.000 €, mientras que Puig la ha llevado hasta las rentas inferiores a 60.000 €.

El movimiento de Puig invalida el discurso fiscal de su partido. Pero, sobre todo, evidencia que es el Ejecutivo el que se niega a bajar impuestos en un momento de recaudación récord por la inflación (el Gobierno ingresará este año en impuestos 30.000 millones de euros más que en 2021). 

Que el marco del debate fiscal, que hasta ahora estaba en manos del PSOE y que sólo contemplaba la posibilidad de una armonización al alza, haya pasado a manos del PP, con una carrera por la bajada de impuestos que aliviará la presión que sufren las empresas y las familias españolas, es una victoria de calado para Feijóo.

Una victoria a la que el PSOE responderá, con toda probabilidad, haciendo lo que hasta ahora se negaba a hacer: bajar los impuestos a las clases medias y trabajadoras. En cuanto a las altas, las subidas se daban por descontadas en el plan "viejo" de Sánchez y continuarán vigentes en ese "nuevo" al que le han forzado sus propios barones. 

Pero ¿cómo justificará ahora el presidente los impuestos a "los ricos", cuya recaudación será mínima si no anecdótica, cuando las comunidades están bajando gravámenes y deflactando el IRPF?

En España se enfrentan hoy dos filosofías. La del PP, que defiende la tesis de que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos, y la del PSOE, que defiende la de que el Estado capture una parte cada vez mayor de las rentas del ciudadano para poder redistribuir esa riqueza a conveniencia. 

La cuestión es que el plan fiscal del PP parece coherente con su tesis de fondo, mientras que el del PSOE parece inexistente o, en el mejor de los casos, improvisado y más ideológico que técnico. Y esa esquizofrenia es ya obvia para cada vez más ciudadanos. 

Esas bajadas, además, serán menos provechosas si no van acompañadas de un debate sobre el necesario adelgazamiento del Estado que acabe con esos 60.000 millones de gasto público ineficiente que, según el Instituto de Estudios Económicos, tiran cada año a la basura las Administraciones españolas. Una cantidad similar al PIB de países como Serbia, Uruguay o Luxemburgo.