Nunca antes el movimiento independentista había acudido tan dividido a la Diada como este año. La marcha que celebra la fiesta de Cataluña apenas reunió a 150.000 personas este domingo, según la Guardia Urbana de Barcelona. Es la menor afluencia en la última década (descontando los años de la pandemia), que ya había venido reduciéndose con respecto a las ediciones previas al 1-O.

La Diada de este año ha servido únicamente para evidenciar la fractura irreconciliable del bloque independentista. Y el agotamiento del cartucho político del procés, cuyos réditos sociales parecen definitivamente amortizados.

Pere Aragonès había declinado asistir a la manifestación organizada por la Asamblea Nacional Catalana (ANC) para la tarde de ayer, y así evitar la pitada que recibió en 2021. Un abucheo que no ha podido esquivar de todas maneras: durante la ofrenda floral matutina, ERC fue recibida con más silbidos que el resto de formaciones nacionalistas. Es difícil maquillar las implicaciones de la primera ausencia en la manifestación del 11-S de un presidente de la Generalitat desde Artur Mas.

Lucha ERC-JxCat

La división entre la coalición gobernante en Cataluña viene de atrás, principalmente a costa de la Mesa de Diálogo.

Porque mientras que ERC encarna la línea pragmática, JxCat se mantiene fiel a la vía unilateral. El sector más radical, agrupado en torno a la ANC, ven en ERC y Òmnium Cultural un secesionismo "traidor" que se habría vendido al Estado español. Y que no avanza en el logro de la ansiada independencia.

Pero el motivo real detrás de la guerra cainita entre los dos socios se explica por las disputas por hacerse con la hegemonía del independentismo catalán. Con las elecciones municipales de mayo de 2023 en mente, los antiguos convergentes recelan de unos republicanos con buenas expectativas electorales que buscan ensanchar su base social a su costa.

Agotamiento del independentismo

No contento con plantear los actos por el 11-S como un "ataque al Estado español", Aragonès presumió en su discurso de la víspera del apartheid lingüístico en las escuelas catalanas. Se vanaglorió de que "por primera vez en los últimos siete años ningún centro educativo verá cómo le imponen un 25% de clases en castellano. Y esto, indudablemente, es una excelente noticia".

No es una novedad la patrimonialización por parte del soberanismo de una Diada que ha dejado de ser de todos. Desde hace una década se ha pretendido identificar el catalanismo con el independentismo. Y se ha conseguido secuestrar una fiesta de la que se ha expulsado a la mitad de Cataluña, al imprimirle un sello sectario y excluyente.

La exaltación nacionalista en las manifestaciones del 11-S se intensifica de forma inversamente proporcional a los apoyos a la independencia, que nunca habían estado tan bajos desde que la Generalitat elabora encuestas.

Lo cierto es que el ciclo político español ahora discurre por derroteros distintos al eje unionismo/independentismo y a la 'cuestión catalana'. Aunque desde ERC han aprovechado la debilidad parlamentaria del Gobierno para arrancarle conquistas como el indulto a los presos del procés, en el sector independentista de la población catalana ya se asume que la secesión es imposible a corto plazo.

Los catalanes muestran indiferencia, cuando no hartazgo o fatiga con la letanía nacionalista de ERC y JxCat, que buscan disimular su fracaso para escindirse del resto de España manteniendo viva la quimera de un referéndum que nunca llega.

Cuando se cumplen 10 años del inicio del procés, y casi 5 desde el referéndum ilegal del 1-O, el soberanismo asiste al ocaso de un tipo de política autorreferencial, divisiva e inútil para solucionar los problemas de los ciudadanos. Esta Diada demuestra que el empuje político del soberanismo se ha agotado.