La célebre sentencia de Thomas Hobbes "el hombre es un lobo para el hombre" bien podría aplicarse al caso del rey emérito. La palpable incomodidad de Felipe VI desde que Juan Carlos I volvió a España el pasado jueves acredita que, a veces, el peor enemigo de la monarquía puede ser la propia monarquía. O algunos monárquicos.

Si no es desde un afán de protagonismo egoísta, no se entiende muy bien la insistencia del emérito en exhibirse públicamente durante los últimos días. Porque su impunidad penal no implica su impunidad moral.

¿No es consciente el rey Juan Carlos de que su poco discreta agenda en Sangenjo hace más mal que bien? ¿No le importa que su prepotente actitud, así como su desafiante respuesta a los periodistas ("¿explicaciones de qué?"), pueda redundar en el desprestigio de la Corona?

La crítica es extensible también a los representantes de la juancarlosmanía, que parecen querer justificar las dudosas conductas privadas del emérito aludiendo a su innegable importancia como pivote de la transición a la democracia. Los numantinos paladines de Juan Carlos I deberían tener claro que si su defensa del rey no es capaz de trazar la demarcación entre la monarquía y la persona que la encarnó, la acrítica vindicación de la segunda se hará a costa del demérito de la primera.

Faltó previsión

Hay que decir, en cualquier caso, que aunque la responsabilidad de haber convertido su regreso a España en un espectáculo es primordialmente responsabilidad del emérito, podría haberse exigido a Zarzuela una mayor diligencia en la organización de la visita.

No era tan difícil anticipar la expectación que inevitablemente levantaría el regreso de Juan Carlos. Por eso, habría sido recomendable un celo mucho mayor en lo tocante a encauzar la indómita actitud de un rey poco dado a las formalidades protocolarias.

Hace muy bien Felipe VI, en cualquier caso, en distanciarse de las reprobables conductas privadas de su padre. Al fin y al cabo, el actual rey ha llevado a gala los valores de la transparencia, el decoro profesional y la ejemplaridad. Por eso, habría sido lo deseable prever antes de la llegada de Juan Carlos todos los detalles de su viaje y evitado así todo imprevisto.

Acierta el Gobierno, por su parte, al pedir a Juan Carlos explicaciones por los turbios asuntos penales por los que se le investigó, y en exigirle una disculpa pública. Pero resulta incoherente la postura del Ejecutivo de pedir ahora explicaciones a Juan Carlos cuando fue la Fiscalía la que le salvó de hacerlo ante los tribunales.

El Gobierno se sitúa en un imposible. Después de facilitar la exoneración de Juan Carlos de todos sus cargos de enriquecimiento ilícito, ¿pretende ahora el Ejecutivo que el monarca haga autocrítica delante de los españoles? ¿Que después de salir limpio de la Justicia se fustigue ahora públicamente? ¿Con qué objetivo y con qué incentivo?

El exhibicionismo vacacional de Juan Carlos I no se corresponde con el espíritu del comunicado con el que anunció a su hijo su intención de adoptar un perfil bajo alejado de la vida pública. El emérito haría bien en meditar las perniciosas consecuencias que su falta de recato puede acarrear. Y no sólo para la monarquía. También para la Nación a la que un día representó.