La principal amenaza para la firma del nuevo paquete europeo de sanciones al régimen de Vladímir Putin tiene un nombre: Viktor Orbán.

El primer ministro de Hungría, reelegido el pasado domingo, se negó ayer ante sus colegas a cerrar el grifo del gas y el petróleo ruso. Nada importa que no hacerlo signifique seguir financiando las atrocidades cometidas en Ucrania. Parece ajeno a brutalidades que hielan la sangre y que se expresaron con crudeza en ciudades como Bucha, donde las torturas, las violaciones, las amputaciones y las ejecuciones indiscriminadas de civiles han salido a la luz tras el forzado repliegue ruso.

Basta con atender a las últimas palabras y movimientos de Orbán para caer en la cuenta de que es mucho más que un dolor de cabeza para la Unión Europea (UE). El nacionalista húngaro celebró su triunfo arremetiendo contra “la izquierda nacional, la izquierda internacional, los burócratas de Bruselas, el imperio de Soros, los medios de comunicación internacionales y Volodimir Zelenski”.

Son críticas que no son novedosas, pero causan estupor por el momento en que se producen. A los insultos a Soros, con tintes abrumadoramente antisemitas; a la UE, extensibles a los valores liberales; a la izquierda, en general, ampliables a la pluralidad política; y a los medios de comunicación internacionales, porque los nacionales los controla y exprime a conciencia, se unen varias certezas.

El desprecio hacia el principal representante de la resistencia de Ucrania, aliado de Occidente que sufre la agresión injustificable de Rusia, y la exclusión de Putin de la lista de “fuerzas rivales” de Hungría, únicamente explicable desde el servilismo más humillante.

¿Europa sin Hungría?

No se equivocó Zelenski al señalar a Orbán como el único dirigente “abiertamente partidario de Putin”. Es el único, también, que se enorgullece de la promesa de pagarle a Moscú el gas con rublos, como demanda el Kremlin para regatear las sanciones y rechaza el resto de Occidente. Se trata de un nuevo desafío que la UE no puede dejar pasar. Del mismo modo que no pasa por alto la deriva autoritaria en Budapest.

Como avanzó el pasado martes Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, Bruselas va a iniciar el procedimiento para congelar los fondos de recuperación reservados a Hungría por su demostrada vulneración de los principios más elementales del Estado de derecho, como la separación de poderes. Es una dura reprimenda. Y es muy probable que no sea la última.

La Hungría de Orbán se ha quedado a solas. Ya no es sólo que la extrema derecha del continente, con Marine Le Pen a la cabeza, haya tomado distancia de Moscú a la vista de sus crímenes en Ucrania y para vergüenza de Vox, que nunca ocultó su devoción por Orbán. Es que ni siquiera Polonia, mucho más cerca de Bruselas que hace dos meses, defiende ya un régimen que, parece cada vez más claro, es un caballo de Troya de Putin en Europa.

El proyecto común vive horas decisivas. Si la Hungría de Orbán mantiene esta senda, si sigue formando parte del problema y no de la solución, si se resiste a soltar la mano de la principal amenaza para la seguridad de los Veintisiete, los socios tendrán que abrir un debate. Si Budapest debe entrar o no en los planes de futuro de la Unión Europea.