Se cumplen hoy tres años del inicio de la moción de censura que descabalgó a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno e invistió a Pedro Sánchez en su lugar. 36 meses después del big bang de lo que con ánimo despectivo se ha calificado de sanchismo, resulta tentador atribuirle al presidente del Gobierno un único mérito: el del tentetieso.

Pero más allá de burdas simplificaciones, parece evidente que la figura de Sánchez es bastante más compleja de lo que sus muchos enemigos pretenden.

Es ya un clásico de la teoría política. El poder desgasta, pero más lo hace la oposición. De los cuatro líderes que protagonizaron la moción de censura de 2019, sólo el actual presidente del Gobierno continúa en pie. La moción tuvo como primera consecuencia la presidencia de Sánchez, pero la segunda, no menor en importancia, fue un vuelco del escenario político como no se había visto desde la Transición. 

Mariano Rajoy fue la pieza de caza mayor aquellos 31 de mayo y 1 de junio. Pero Albert Rivera cayó un año y medio después por el peor de los errores estratégicos cometidos por Ciudadanos a lo largo de su historia. El de negarse a pactar un gobierno con Pedro Sánchez. Gobierno que habría convertido al líder de Ciudadanos en vicepresidente fijo en las quinielas de los próximos tres o cuatro Ejecutivos españoles, ya fueran estos socialistas o populares.

El último de esos líderes caídos, Pablo Iglesias, murió políticamente este 4 de mayo, barrido del escenario por una Isabel Díaz Ayuso que supo intuir que la burbuja de narcisismo y mesianismo redentorista en la que vivía y respiraba el líder de Podemos no tenía mayor conexión con la realidad que esas series de Netflix de las que se alimenta intelectualmente el exvicepresidente.

El presidente interruptus 

Sánchez no tenía garantizada la victoria de su moción de censura cuando la presentó el 25 de mayo de 2018 pues el voto del PNV pendía de un hilo. De ahí que el PSOE le ofreciera a un Ciudadanos que en aquel momento marchaba primero en las encuestas la convocatoria inmediata de elecciones anticipadas a cambio de su apoyo. El resto es historia.

La situación de España en aquellos momentos era buena. Las reformas económicas y laborales del PP de Mariano Rajoy habían dado sus frutos y no se atisbaban más nubarrones de los previstos en el horizonte. Menos de un año después, encerrado en las contradicciones de los pactos con sus ciclotímicos socios de Gobierno, y abandonado por ERC, Sánchez convocó elecciones para el 28 de abril de 2019. 

La incapacidad para formar un Gobierno estable y las erradas expectativas de sus asesores llevaron a Sánchez a convocar segundas elecciones en noviembre de 2019. Pero el mal resultado del PSOE en las urnas acorraló a Sánchez y le condujo a la formación del Gobierno más débil de la historia de la democracia de la mano de un socio radical y que también había sufrido un varapalo electoral, Unidas Podemos.

Sánchez no tenía Presupuestos, ni expectativas razonables de ligarlos con socios de intereses estrictamente localistas o abiertamente populistas como ERC, JxCAT, PNV, EH Bildu, Compromís, BNG o el mismo Podemos. Pero la prórroga de los Presupuestos de Rajoy, cortos y pulcros, le garantizaba una cierta ortodoxia financiera.

La llegada de la pandemia en marzo de 2020, justo en el momento en que Sánchez parecía disfrutar, por fin, de la estabilidad necesaria para poner en marcha su programa, desbarató de nuevo todos sus planes.

Manual de resistencia

Como si su carrera política fuera poco más que un gigantesco anuncio de su biografía Manuel de resistencia, Sánchez no ha gobernado un solo día de su presidencia sin una o varias amenazas existenciales pendientes sobre su cabeza. 

El mandatario de rostro impenetrable, el menos doctrinario de todos los presidentes españoles junto con Felipe González y el apático Mariano Rajoy, ha convertido en marca de fábrica la audacia, el oportunismo y una evidente falta de reparos democráticos a la hora de utilizar las instituciones públicas (y el CIS es un ejemplo obvio de ello) en su beneficio. 

Las fallidas mociones de censura en Murcia y Castilla y León, su inservible victoria en las elecciones catalanas, el mal resultado en las madrileñas y la crisis fronteriza con Marruecos parecen dar argumentos a aquellos que dicen que la baraka del presidente ha tocado a su fin. 

Frente a Sánchez se abre ahora un abismo. El de los indultos a los líderes del procés. Indultos que provocan el rechazo del 80% de los ciudadanos españoles y, más peligroso aún, del 72,5% de los votantes socialistas.

Ningún presidente ha gobernado debiendo afrontar tantos obstáculos. El rechazo del aparato su propio partido en 2016 y 2017. Las críticas de los viejos budas del PSOE, encabezados por González y Guerra. Las críticas de algunos de sus barones autonómicos. Una epidemia de consecuencias sanitarias y económicas devastadoras. Y esos virajes de 180 grados, a veces en una misma frase, que le han hecho ganarse fama de presidente escasamente fiable.   

Hasta qué punto muchos de esos obstáculos son externos o generados por su propia acción política es materia de debate. Sánchez no genera empatías, pero tiene el respeto absoluto de su equipo (en este sentido es el presidente más parecido a José María Aznar) y supedita la ideología a la viabilidad de su proyecto. Si eso es maquiavelismo, resultadismo o pragmatismo es, también, materia de debate.  

Pero su piedra de toque serán los indultos. Si estos salen bien, y Cataluña cae en una calma chicha, el presidente podrá esgrimir en su favor la pacificación del conflicto catalán. Si salen mal, su presidencia podría verse en jaque. Pero si algo ha demostrado Sánchez es que, con él, los jaques nunca acaban en mate.