EL ESPAÑOL cuenta hoy el calvario de María Dolores, una desempleada sevillana de 55 años a la que le han embargado todos sus bienes y propiedades, y a la que el fisco exige 800.000 euros. Le reclaman no haber liquidado el Impuesto de Sucesiones de la herencia de sus padres, un legado que nunca ha recibido ni aceptado y que la Consejería de Hacienda de la Junta de Andalucía valoró en 3,5 millones de euros. 

El caso de María Dolores es sangrante, pero no aislado, y refleja a las claras la inmoralidad y la injusticia que encierra el Impuesto de Sucesiones y Donaciones. Se trata de una carga impositiva vigente en algunas comunidades autónomas y bonificada en otras, como resultado de la decisión del Estado de transferir su gestión a las autonomías.

Principio de igualdad

Que la cuantía de esta carga sea diferente en cada región atenta, de entrada, contra el principio de igualdad entre españoles. Pero lo más absurdo es que ha hecho que heredar se haya convertido en una desgracia y causa de ruina para algunos ciudadanos. Además, se obliga al contribuyente a volver a pagar impuestos por patrimonios que ya fueron sometidos a sus respectivas cargas tributarias. 

Pese a ello, hace sólo dos meses el Congreso votó en contra de su supresión en todo el país. Ciudadanos, promotor de la propuesta, forzó su eliminación a Susana Díaz para todos aquellos andaluces que hereden menos de un millón de euros. 

Voracidad recaudatoria

Las cifras de recaudación tampoco son un argumento para su perpetuación: el Impuesto de Sucesiones tiene un impacto global insignificante para las arcas públicas (un 0,3% del PIB). Su implantación se explica únicamente por la voracidad recaudatoria de la Administración.

Convendría no retardar la supresión de este impuesto lacerante que ataca principalmente a las clases medias, ya que los ciudadanos de rentas altas disponen de recursos para afrontarlo. No se trata, en cualquier caso, de una cuestión de ideología, sino de sentido común.