El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el candidato socialista a la Presidencia de la Junta, Miguel Ángel Gallardo.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el candidato socialista a la Presidencia de la Junta, Miguel Ángel Gallardo. Europa Press

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Extremadura es la primera grieta sísmica del sanchismo

La implicación directa de Pedro Sánchez en la campaña extremeña ha tenido un efecto devastador para el PSOE.

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Extremadura ha sido históricamente una región paciente, resistente, acostumbrada a esperar. Ni extrema ni dura, sino la frontera más allá del Duero ("extrema Dorii"), territorio de vigilancia y cruce.

El límite avanzado del reino. El espacio donde el Estado se medía a sí mismo.

La campaña electoral en Extremadura ha sido la constatación de que el terreno ya estaba fracturado y bastaba una presión más para que cediera.

No es casual que sea aquí donde se ha empezado a sentir ese temblor, esa vibración que, como en los grandes terremotos, abre grietas en carreteras y caminos.

Al principio finas, pero pronto lo bastante amplias como para tragarse camiones, edificios enteros o, como es el caso, un paisaje político completo.

Porque el PSOE se ha precipitado al vacío en Extremadura. Y el Partido Popular ha ganado, como se esperaba, pero no ha conseguido la mayoría absoluta y sigue dependiendo de Vox, ahora más crecido, para sacar adelante los Presupuestos que justificaron el adelanto electoral.

El candidato socialista Miguel Ángel Gallardo ejerce su derecho al voto en Extremadura.

El candidato socialista Miguel Ángel Gallardo ejerce su derecho al voto en Extremadura. EFE EFE

Y la extrema izquierda ha recuperado fuelle, en un movimiento unificador sorprendente.

Estas elecciones del 21-D han sido históricamente inéditas. Por primera vez, Extremadura acudía sola a las urnas, fuera del calendario ordinario y sin el paraguas de otros comicios que diluyeran responsabilidades o amortiguaran mensajes.

Todo tras un adelanto electoral que ha comprimido tiempos y ha convertido una campaña autonómica en un test nacional de resistencia del sanchismo tardío.

Porque fue Pedro Sánchez quien decidió que el candidato socialista fuera un político que está procesado y pendiente de juicio por presuntos delitos de prevaricación y tráfico de influencias en el caso de la contratación de su hermano, David Sánchez.

Miguel Ángel Gallardo no sólo era un candidato débil: era la encarnación de un socialismo desfigurado. Su historial de complicidades con el entorno familiar del presidente del Gobierno no ha sido un rumor malicioso, sino un lastre político objetivo.

El aforamiento exprés (un movimiento defensivo, apresurado y éticamente inaceptable) ha terminado de fijar una percepción devastadora: la de una política que se blinda a sí misma.

Todo por una deuda. Todo por un favor. Todo por el hermano.

Gallardo no ha conseguido explicar por qué Extremadura debía confiar de nuevo en un PSOE que ya no se parece al que gobernó la región durante décadas.

Tampoco ha logrado disimular que esta campaña se libraba sin convicción, como si el resultado estuviera ya asumido en los despachos de Madrid.

Ese abandono previo, casi administrativo, ha tenido un efecto corrosivo. Cuando un partido deja de creer en un territorio, el territorio acaba dejando de creer en el partido.

En medio de una escandalera creciente de corrupción reforzada y acoso sexual en el entorno socialista, la implicación directa de Pedro Sánchez en la campaña ha tenido un efecto devastador.

La omnipresencia del procedimiento judicial en marcha sobre su hermano y su candidato ha erosionado sin remedio cualquier intento de centrar el discurso en la gestión o en el futuro de la región.

Que se lo pregunten, si no, a Juan Carlos Rodríguez Ibarra. No como actor político (ya no lo es), sino como referencia moral.

Ibarra ha representado durante toda su trayectoria, sobre todo en sus veinticuatro años como presidente de los extremeños, un socialismo de ley. Una actuación política de Estado, anclada en la bonhomía, la rectitud y la conciencia de que gobernar no es resistir, sino servir.

Desde este anclaje insobornable en los principios democráticos (presunción de inocencia incluida), ha decidido acompañar esta campaña zombi como un vivísimo reproche andante, dando luz a la distancia abismal entre el socialismo que construía y defendía instituciones y el que hoy se limita a ocuparlas y vaciarlas desde dentro.

María Guardiola, candidata del Partido Popular, acude a votar al CEIP Vivero de Cáceres.

María Guardiola, candidata del Partido Popular, acude a votar al CEIP Vivero de Cáceres. Eduardo Villanueva EFE

Frente a Gallardo, María Guardiola llegaba como favorita, pero no como líder. Su brevísima legislatura ha estado marcada desde su inicio por la inconsistencia, rodeada de titubeos estratégicos, decisiones mal explicadas y una fragilidad política que nunca ha terminado de corregir.

Guardiola no ha sabido transformar la alternancia en proyecto ni la gestión en relato.

Su fortaleza ha sido resistir. Su límite, no haber convencido. Su endeble táctica defensiva (evitar debates, reducir exposición, conservar ventaja) protege, pero no ensancha.

En una región cansada de ruido, la renuncia a confrontar ideas tiene un coste silencioso. Apenas suma adhesiones nuevas y deja en la victoria electoral un regusto a trámite más que a proyecto.

Feijóo ha sobrevolado la campaña prometiendo un "efecto dominó". Sánchez lo ha hecho como ruido de fondo permanente. Y Abascal, sombra a caballo del insulto constante, ni ha rozado el centro del debate, desterrado a los aledaños como ventrílocuo de su ignoto candidato del cambio.

El resultado ha sido una campaña de inercias perversas, consignas recicladas y una coreografía que ya no mueve más que a los convencidos.

La recta final añadió un innecesario plus de tensión. El chusco episodio de los votos robados en Badajoz desató una reacción sobredimensionada del PP, que, junto a la apertura del enésimo expediente de la Junta Electoral Central a Pedro Sánchez por usar sus comparecencias presidenciales en medio de una campaña electoral, reforzó la confusión.

En cualquier caso, el problema de fondo sigue sin ser coyuntural ni personalista. Se trata del agotamiento de una era completa.

Estas elecciones son el punto de partida de un temblor político nacional. Conforman el primer y gigantesco socavón del seísmo en diferido que recorrerá España tragándose una a una las piezas del ajedrez del sanchismo, ese breve y corrosivo período que dejará infausta memoria, un partido abrasado electoral y moralmente, y mucha tierra quemada.

A partir de hoy, Extremadura vuelve a ser la frontera. No del mapa, sino del tiempo político. Cada nueva cita electoral se convertirá en plebiscito y cada campaña en ajuste de cuentas.

Y no se agotará en el perímetro autonómico. Porque, cuando el suelo cede en territorios considerados seguros, el edificio entero entra en revisión.