Zelenski y Macron, durante la visita del presidente ucraniano a París. Reuters
¿Estará Europa a la altura de Ucrania?
La independencia de Ucrania es la única garantía de seguridad de la que disponemos frente a los depredadores que, en Moscú, quieren someternos.
Zelenski en París.
De nuevo Zelenski en París.
¿Es la octava vez? ¿La novena? ¿La décima? He perdido la cuenta. Y no estoy seguro de que el mismo Zelenski siga contando.
Solo sé que, para mis compañeros de Pokrovsk, Sumy, Bakhmut o Chasiv Yar, para los hombres y mujeres que he seguido, de película en película, durante casi cuatro años y que han sobrevivido a los bombardeos, los incendios, los combates, a la deportación de sus hijos, este es el invierno más duro de estos años de guerra total.
También sé que estamos en el momento de la Historia en el que, del otro lado del Atlántico, con el aliado estadounidense, las máscaras han caído y la consigna parece haberse convertido en: "Un acuerdo, cualquier acuerdo, aunque sea ruinoso para Ucrania, funesto para Europa y deshonroso para Estados Unidos, con tal de que sea considerado provechoso para los promotores inmobiliarios que rodean al presidente Trump y que no son más que los corredores de su propio interés".
Y luego sé, de paso, que esta es la primera de estas ocho, nueve o diez visitas, en la que Andriy Yermak, el jefe, hasta estos últimos días, de la administración presidencial ucraniana, el compañero más cercano del comandante en jefe Zelenski, su hombre de confianza y, además, el más intransigente de los negociadores frente a los rusos, no estará a su lado.
Zelenski y Macron se saludan en el Elíseo. Reuters
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¿Qué viene a buscar, en este contexto tan oscuro, Volodímir Zelenski a París, y qué le es permitido esperar?
Tranquilidad, dicen.
De acuerdo.
Pero no una tranquilidad vaga, lejana, diplomática. No una tranquilidad para mañana, después del cese el fuego, después de la paz, después del desmantelamiento de Ucrania, después de la capitulación de los europeos, después de la vergüenza.
No. Una tranquilidad para ahora mismo, para esta noche, para esta madrugada, mientras aún se lucha y los combatientes rusos están, según todos los testimonios, aún más agotados, y mucho menos motivados, que los defensores de Ucrania.
Y la tranquilidad, para ser preciso, de que aquel (el presidente Macron) que se ha revelado, con el tiempo, como el más constante, el más leal y el más sólido de sus aliados no ceda tampoco, permanezca fiel a sus líneas rojas y, manteniéndose al lado de su homólogo mientras este resista, no ceda ni al chantaje ruso ni al cinismo estadounidense.
Porque hay que negociar una paz justa.
Pero, para que la paz sea justa, es necesario, durante el tiempo de la negociación, ayudar a la democracia ucraniana, por todos los medios posibles, incluidos los de los activos rusos congelados, a mantener sus líneas de defensa.
Y para que la paz no sea el preludio de otras guerras, aún más extensas, más mortíferas, más terribles, hay que seguir diciendo no sólo a los rusos, sino a las almas débiles que, en Europa, predican el apaciguamiento y, en el fondo, la rendición, que esta guerra es nuestra guerra y que la independencia de Ucrania es la única garantía de seguridad de la que disponemos frente a los depredadores que, en Moscú, quieren someternos.
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¿Mantendrá Francia este lenguaje hasta el final?
¿Se asegurará de que la soberanía ucraniana sea, cualquiera que sea el plan de paz propuesto, un principio innegociable?
¿Y tendrá la fuerza, una vez lo haya hecho, de arrastrar a socios y aliados que se sienten listos para presentar como un mal menor un compromiso que dijera: "Un techo de 600.000 hombres para el ejército, de acuerdo, es pedir demasiado; pero transijamos en 800.000"?
Este es todo el desafío del momento.
Esto es lo que le confiere su intensidad trágica.
Hemos vuelto, en Kyiv, a las horas negras del 24 de febrero de 2022, cuando los tanques estaban a las puertas de la ciudad y le correspondió a un hombre, rodeado de un puñado de compañeros, unidos por un pueblo de ciudadanos, decir a las almas bien intencionadas que le proponían una exfiltración: "No me iré de ninguna manera; necesito fusiles, no un taxi".
Zelenski y Macron en París. Reuters
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Estamos en 1920, en Varsovia, cuando la joven república polaca estaba a punto de ser aplastada por el rodillo compresor del ejército ruso y un hombre, Pilsudski, tuvo la intuición genial de contraatacar donde nadie lo esperaba y, en una noche, con la ayuda de Francia y, en Francia, de un joven oficial llamado Charles de Gaulle, revirtió la situación y realizó el "milagro del Vístula".
Estamos en Atenas, en el siglo V antes de nuestra era, cuando todo parecía perdido, cuando los ejércitos persas ya habían entrado en la ciudad y comenzaban a incendiarla, y cuando un Zelenski que tenía el rostro de Temístocles, y que era respaldado por una Unión Europea que aún se llamaba la Liga Helénica, logró, en una noche, por un milagro de intuición, heroísmo y voluntad, la victoria de Salamina.
Siempre he pensado que Ucrania podía ganar esta guerra.
Siempre he dicho que un prodigio de resistencia la mantenía en pie y podría, en cualquier momento, cambiarlo todo.
Aún es necesario que sus aliados no tiemblen y se mantengan a su lado.
Esta es la tarea que recae sobre Emmanuel Macron después de esta nueva visita, a París, de Volodímir Zelenski.