Robert Badinter, con bufanda roja, en una manifestación contra la pena de muerte.
Sobre el hombre que acabó con la guillotina en Francia
Bernard-Henry Lévy escribe una carta de homenaje al ilustre jurista y ex ministro de Justicia francés Robert Badinter, conocido por su papel fundamental en la abolición de la pena de muerte en Francia.
Un día de otoño en el Panteón. Un momento de gracia y de silencio. Una pausa en el ajetreo sin fin de los pequeños personajes que con demasiada frecuencia le han sucedido.
A los grandes hombres la patria agradecida.
Robert Badinter era un gran hombre. Lo era en el sentido de Séneca y de Camus. De Michelet y de Carlyle.
Y el pueblo de Francia está ahí, no solamente para honrar a un muerto, sino para no olvidar estar vivo, es decir, digno, pensante y conectado con algo más grande que uno mismo.
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Recuerdo. Principios de los años 1970.
Dos hombres, jóvenes y ardientes, defendieron a dos criminales que no pudieron salvar de la guillotina. Uno, Robert Badinter, defendió a Roger Bontems y publicó, en Fayard, L'Exécution.
El otro, Thierry Lévy, dedica a su cómplice, Claude Buffet, L'Animal judiciaire, que es uno de los primeros libros de mi vida como editor en Grasset.
'L'Exécution', de Robert Badinter.
Las dos casas son vecinas, en la rue des Saints-Pères.
Los dos colegas se encuentran, a veces conmigo, en el Twickenham, el café de enfrente, y acuerdan sus cóleras.
Un día, Robert Badinter cita la máxima del Tratado de los padres, donde Hillel exclama ante un cráneo que flota en el río: "porque mataste, fuiste matado; pero porque fuiste matado, se matará".
Todo está dicho. El círculo sin fin de la muerte. El imperioso deber de que sea abolida la ley que permite que se corte a un hombre en dos.
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Otro recuerdo. Un hombre, Patrick Henry, ha asesinado a un niño de siete años.
Robert Badinter pronunció uno de los grandes alegatos del siglo, que no tiene por objeto a su innoble cliente, sino la falta moral de la pena de muerte. Obtiene la perpetuidad.
El criminal sale de prisión y reincide. Y lo veo, en la rue Guynemer, en su casa, turbado, pero inquebrantable.
Porque nada socava esta verdad desde entonces sellada por él: el dosel que se desplegaba sobre la guillotina debe ser absolutamente rechazado. ¿Si no? Lo dirá a Darius Rochebin, al final de su existencia, en À la vie, su conmovedora conversación que publica hoy Gallimard: si no, es el sudario de la muerte el que envuelve el cuerpo social y consume su parte de luz.
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Recuerdos, siempre, pero del ministro. Sin François Mitterrand. Con François Mitterrand. El respeto que tenía por él (no era tan frecuente) el nietzscheano François Mitterrand.
Pero, sobre todo, su rostro fino, de líneas claras, con esa maleza de cejas magníficas y leoninas. Su gracia altiva y que sabía ser implacable.
Y luego, el viejo superviviente que, en la tribuna, cuando no improvisaba, leía con extrañas gafas de media luna que marcaban no se sabe qué retroceso, o distancia, o altura.
Robert Badinter tuvo la tarea adicional de tener un rostro a la medida de su persona. Lo tuvo. Era bello.
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¿Qué había detrás de su máscara de patricio?
Tengo una hipótesis. Como la máxima o el nombre secreto que se cosía, antaño, en el reverso de su hábito, estaba la herida inicial, el punto de negrura absoluta, de un padre arrebatado por las fuerzas de la muerte; y el voto entonces formado de luchar, el resto de su vida, contra la monstruosidad del mundo; y la idea de que el Mal absoluto, cuando sobreviene, debe ser combatido con una fuerza más grande que la suya.
No se comprende de otro modo el combate de Robert Badinter. La sangre que ve en las manos de la Justicia, es la sangre de su padre (la dulzura encarnada, dice aún a Rochebin).
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Entonces, el Panteón.
Pero atención. No sus restos mortales, reliquias. No una tumba, sino un cenotafio.
¿Porque ya se ha tocado demasiado el cuerpo del judío y ya no se le toca más?
¿A causa del respeto que se profesa, cuando se es judío, en todas las fibras de su ser, a lo que queda de una carne?
¿A causa de la incomprensible certidumbre que habita las prescripciones bíblicas y que anuncia la resurrección de los cuerpos?
¿O de la sombra proyectada de la Shoah y de su aliento tenebroso?
Nadie ha glosado sobre esta decisión. Entonces, el cuerpo de Robert Badinter espera (como el de sus ancestros que, en la lejana Besarabia, sonreían a sus perseguidores salmodiando su canto de esperanza y de vida).
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Entre aquellos que confusamente comprendieron esto: los bárbaros que, en su criminal imbecilidad, eligieron ese día, víspera de la ceremonia, para venir al cementerio de Bagneux a babear su odio de su obra de clemencia y profanar su última morada.
Porque aún no he dicho que Robert Badinter tuvo otro combate que llevó con Élisabeth, su esposa: el de un hijo de judíos del Yiddishland que se habían enamorado de Francia porque el affaire Dreyfus había, de Zola a Bernard Lazare y Proust, hecho florecer otra cara del genio francés (pero que también habían visto desatarse un antisemitismo sin precedentes).
Sin cuartel, dirá Robert Badinter. Ni una pulgada cedida al enemigo.
¿El odio del que su tumba está mancillada cuando ya no tiene fuerza para responderle es su primera derrota?
No. Porque su gran memoria responde por él.
Y es una bofetada magistral en la cara de los antiguos y nuevos canallas.