Sánchez y Feijóo en el Congreso de los Diputados.

Sánchez y Feijóo en el Congreso de los Diputados. Javier Lizón Efe

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Todo arde: el fuego que somos, las cenizas que tendremos

Necesitamos bomberos. No sólo los que se juegan la vida con mangueras y cortafuegos, sino los que, en política, en medios, en barrios, saben leer el viento y actuar antes de que las chispas se conviertan en llamaradas. Bomberos al servicio de la ética pública.

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Arde el mundo. Arde en sentido estricto, con llamas que devoran bosques y pueblos, fábricas y hogares, catenarias y almacenes.

Y arde también en un sentido más profundo. El de una sociedad en combustión constante, alimentada por la negligencia, el egoísmo, la confrontación y una más que peligrosa resignación.

La ola de calor que nos sofoca sin compasión este verano es física, pero también moral.

El bochorno que nos aplasta se mide en grados Celsius, pero también, y sobre todo, en grados de vergüenza colectiva. La que produce saber que el 95 % de los incendios estivales tienen origen humano.

La que surge cuando ves a los responsables políticos convertir las emergencias en campaña electoral.

La que inspira volver a confirmar que teníamos medios para prevenirlos y no los usamos.

Imagen del incendio en Tarifa.

Imagen del incendio en Tarifa. Cedida

Este verano, las llamas están escribiendo, otra vez, su propio mapa en España.

El fuego en la Mezquita de Córdoba nos ha encogido el alma. En Las Médulas, León, arden miles de hectáreas en ese paraje Patrimonio de la Humanidad que tanto amamos. Lleida, Tarragona, Cádiz, A Coruña, Navarra, Ávila... Víctimas mortales, cientos de focos, miles de personas desalojadas.

Este domingo, una bola de fuego atravesó el cielo de Málaga justo antes de la medianoche. Turistas y locales observamos estupefactos su recorrido. ¿Un avión, un meteorito? Pues no: era chatarra espacial china en llamas, cayendo sobre nuestras cabezas mediterráneas, en algún punto de este Mare Nostrum que no deja de calentarse. Quién sabe dónde.

El fuego no entiende de fronteras. Grecia, Turquía, Francia, Chipre, Israel… Todos comparten el mismo color rojo en los mapas satelitales. En Francia, el incendio en Aude ha sido el peor desde 1949. En Turquía, más de 50.000 evacuados. En Chipre, dos muertos y aldeas borradas del mapa. En Israel, 10.000 evacuados cerca de Jerusalén.

En Kiev y Gaza, el fuego no viene de la sequía ni del viento, sino de las bombas que reducen barrios enteros a brasas y personas a números.

En la película O que arde, el director Óliver Laxe nos devolvía una Galicia donde el fuego no era sólo desastre natural, sino herida abierta en el alma de un territorio abandonado. El fuego del olvido institucional y la despoblación que convierte el monte en una bomba de tiempo.

En la novela Todo arde, Nuria Barrios nos llevaba de la mano a través de un incendio urbano y clandestino: adicciones, soledades y callejones sin salida que consumen vidas sin que haya llamas, pero dejan el mismo paisaje de ceniza.

Michael Ignatieff, en su obra Fuego y cenizas, analizaba el ciclo de las ilusiones políticas. Cómo se encienden con entusiasmo y se apagan con desilusión.

Su advertencia es válida para este presente nuestro. Toda llama, tarde o temprano, se convierte en un rastro gris que obliga a decidir qué hacer con lo que queda. Podemos dejar que el viento disperse las cenizas, pero también podemos usarlas para fertilizar lo que viene.

Mientras tanto, el fuego partidista calcina la poca confianza pública que queda. Gobiernos y oposiciones convierten cada incendio en un arma arrojadiza. Miren, si no, Cataluña: la mitad de sus municipios carece de un plan Infocat vigente. Algunos llevan más de dos décadas sin actualizarlo.

La ceniza, en vez de ser semilla de reconstrucción, se usa para ensuciar al adversario.

Las llamas no discriminan, pero las consecuencias sí. No es igual perder una vivienda con seguro y ahorros que perder la única casa que se tiene sin tener adónde ir. El fuego arrasa, pero la reconstrucción depende del bolsillo y del respaldo social que uno tenga.

El incendio forestal de Ronda.

El incendio forestal de Ronda. Plan Infoca

Y, sin embargo, entre tanta devastación, la esperanza resiste. Sin grandes alharacas, pero incombustible, resiste en los voluntarios que se juegan la vida, en las brigadas forestales exhaustas que trabajan dieciséis horas seguidas, en los vecinos que forman cadenas humanas para salvar casas que no son suyas.

Necesitamos muchos, muchos extintores, literales y figurados. Los de verdad (colgados en pasillos, oficinas y estaciones) que todos deberíamos saber usar.

Y los otros. Los extintores políticos y sociales que apagan conflictos antes de que prendan, que neutralizan discursos incendiarios de pirómanos como los de Torre Pacheco o Jumilla antes de que arrasen la convivencia.

El problema es que, igual que ocurre con los de pared, pocos saben utilizarlos y demasiados ni siquiera saben dónde están.

También necesitamos bomberos. No sólo los que se juegan la vida con mangueras y cortafuegos, sino los que, en política, en medios, en barrios, saben leer el viento y actuar antes de que las chispas se conviertan en llamaradas. Bomberos al servicio de la ética pública.

Y necesitamos planes de evacuación. En un incendio, un plan claro salva vidas. En una crisis social, también. Evacuar no significa huir, sino saber cómo proteger lo esencial y cómo regresar después. Necesitamos planes de evacuación contra el fanatismo, contra la polarización extrema, contra la indiferencia. Saber a quién llamar, por dónde salir, qué salvar primero.

Hoy el corazón de nuestra sociedad no es ignífugo. Pero puede llegar serlo. Con disciplina, cooperación, prevención y una red de extintores listos (reales y simbólicos).

No para eliminar el fuego, que, como la corrupción, es inevitable. Sino para que no nos sorprenda cada vez como si fuera la primera.

Y para que los pirómanos de todo signo estén rápidamente donde deben: pagando de por vida sus delitos.