Carles Puigdemont.

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La amnistía no perdona a los delincuentes: les pide perdón

Como González y millones de españoles más, yo también considero la amnistía como una gravísima forma de corrupción política.

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Esto que algunos llaman "un acto de reconciliación democrática" otros lo llamamos, sin ambages, un episodio histórico de claudicación institucional.

El Tribunal Constitucional (TC) ha declarado constitucional la Ley de Amnistía, aprobada por el Gobierno de Pedro Sánchez con el sostén parlamentario de quienes intentaron destruir el Estado en 2017.

Esta ley borrará sus delitos y les pedirá perdón. Es un momento definitorio para nuestra democracia: no por la ley en sí, sino por lo que la ley representa y por cómo se ha llegado hasta aquí.

Probadamente teledirigido por el Gobierno a través de su presidente Cándido Conde-Pumpido (baste ver las sentencias revisadas sobre los ERE), el TC concluye dos cosas en su esperado dictamen.

1. Que la amnistía a los independentistas condenados es legal porque la Constitución no lo prohíbe.

2. Y que es legítima porque atiende a un interés político.

Pero ¿quién fija los límites de lo legítimo cuando el beneficiario de una norma es, precisamente, quien la promueve y redacta?

El fallo, con una mayoría ajustada de seis votos a cuatro, no es una muestra de armonía jurídica ni de reflexión profunda sobre el interés general.

Es el reflejo de un bloque político impuesto, alineado con una estrategia de poder que ha dinamitado las líneas rojas que vertebraban el consenso constitucional. A saber: que la ley es igual para todos, que la justicia debe ser independiente, y que el Estado no puede renunciar a su propio principio de legitimidad para garantizar la supervivencia política de un gobierno.

El autodenominado bloque progresista y el Ejecutivo de Sánchez pueden considerarlo un triunfo pírrico, pues devuelve al terreno pantanoso de lo político un órdago que había resuelto lo judicial.

Pero no habrá euforia, no obstante, porque este Gobierno transita por un reino de sombras camino al fuese y no hubo nada. La constatación de impunidad para los que diseñaron esta amnistía a su medida no hace sino erosionar los últimos restos de confianza democrática de la ciudadanía.

Con ojeras comunitarias y vuelo de cuervos alrededor, quienes pretenden celebrar la decisión del TC (el presidente Sánchez, sus ministros, sus socios independentistas, sus aliados populistas) hablan de concordia, de pasar página, de mirar al futuro.

Oriol Junqueras.

Oriol Junqueras. Europa Press

Pero no hay concordia sin reconocimiento de la verdad. Y no hay página que pasar cuando el libro entero se sigue reescribiendo desde el rencor y el chantaje electoral.

Felipe González, voz de la conciencia herida del PSOE, ya lo ha advertido: si esta es la nueva política, el electorado socialista se sentirá huérfano, exigirá limpieza, y votará en blanco (o peor: ni votará).

Como González y millones de españoles más, yo también considero la amnistía como una gravísima forma de corrupción política.

Porque esta ley no sólo borra delitos. Borra responsabilidades, borra memoria, borra justicia.

Transforma a los golpistas en víctimas, a los jueces en verdugos y al Estado de derecho en una coartada.

La Ley de Amnistía no es el cierre de un conflicto. Es la institucionalización de una mentira. La mentira de que el Estado español fue autoritario, opresor, injusto. La mentira de que los que intentaron romperlo eran demócratas maltratados. La mentira de que esto es pacificación, cuando es rendición.

¿A quién beneficia esta ley? A Puigdemont, sí. A Junqueras, también. Pero sobre todo beneficia al Gobierno, que necesita sus votos para mantenerse.

La aritmética parlamentaria no es delito. Pero cuando se convierte en chantaje institucional, en extorsión política, en reforma a medida del reo, estamos hablando de otra cosa.

Hablamos de un poder que ha decidido que la unidad nacional es negociable, que la igualdad ante la ley es opcional y que la dignidad del Estado es prescindible.

La sentencia del Constitucional será utilizada como coartada jurídica. Pero la legitimidad democrática no se mide sólo por la constitucionalidad formal, sino por el respeto a los principios sobre los que se sostiene el pacto fundacional. Y en este caso, lo que se ha producido es una disolución simbólica de ese pacto: no porque se perdone el delito, sino porque se borra definitivamente su rastro para que se olvide.

Y olvidar, en política, es una de las peores formas de complicidad.

¿Qué nos espera ahora? Una aplicación tortuosa de la ley, con recursos judiciales, resistencia de jueces y fiscales, y una creciente desconexión entre el poder político y el sistema institucional.

La fractura no se cerrará: se desplazará. Habrá impugnaciones, bloqueos, decisiones contradictorias. Y, mientras tanto, Puigdemont seguirá intentando volver como redentor, no como fugitivo. Esa es la victoria real: no del independentismo, sino del relativismo político.

La democracia española ha sido fuerte porque supo integrar. Porque defendió sus valores sin arrogancia, pero con firmeza. Hoy, esa firmeza se ha difuminado en un mar de eufemismos.

No estamos ante una ley de punto final, estamos ante un punto de inflexión. Y ese punto, si no se revierte, puede llevarnos a una deriva de institucionalización del privilegio, de banalización de los delitos contra la democracia, y de normalización del chantaje político como método de gobierno.

La amnistía no reconcilia a nadie. Conviene a muy pocos y humilla a la inmensa mayoría de los españoles, definitivamente desprotegidos, porque su Gobierno dejó hace mucho de ser un ancla para convertirse en un rehén.