Rosalía en la MET gala y la influencer Marta Lozano con una amiga en la feria de Sevilla.

Rosalía en la MET gala y la influencer Marta Lozano con una amiga en la feria de Sevilla.

Columnas DESÓRDENES

Lo que les fastidia del acento a Rosalía y Marta Lozano es que no se puede comprar

Cuando Rosalía se hace la latina o Marta Lozano la andaluza y te explican algo, lo simplifican al máximo. Se recochinean en esa nadería, en esa vibración lerda. 

Publicada
Actualizada

Lo que les fastidia del acento es que no se puede comprar. Lo pienso cuando escucho a influencers limítrofes como Marta Lozano fingiéndose sureñas en la Feria de Sevilla o a Rosalía (que primero fue de San Cugat del Vallés y luego jugó a ser andaluza mucho más cerca de Carlos Latre que de La Niña de los Peines) haciéndose ridículamente la latina en la gala MET mientras atiende a los periodistas.

No es mezcla, es mezcolanza. No pierden su puntito de esquizofrenia cultural. Van alobadas y pizpiretas cuando desbloquean su nueva skin en la siguiente pantalla del videojuego del mercado.

Son como Barbies saltando de personalidad en personalidad para dejarnos claro que si tienes el dinero suficiente puedes "serlo todo".

Que nadie confunda esto con transformación creativa. Sólo es rueda. A menudo las élites culturales nos engañan y bautizan estas metamorfosis espídicas y tronadas como "nueva era", tratando de convertir esto en una movida filosófica o artística, pero nunca pasa de ser un deporte de bajo nivel.

Es obsolescencia identitaria programada.

El capitalismo te insufla la ilusión de una libertad infinita, claro, pero también nihilista. No hay nada inmutable. No hay nada sólido. No hay nada trascendente. Tú estás hueca y también todo lo que tocas. Todo es intercambiable. Todo es estético.

En la vida quedan unas pocas cosas bellas que no se alcanzan a golpe de billetera.

La peña puede comprarse un traje folclórico para una jornada fotográfica o una casa en Zahara de los Atunes donde mojarse los pies dos veces al año, pero no pueden pagar el sonido, la musicalidad honesta del acento. Estas muchachas no tienen la categoría suficiente para amar una cultura ajena si no es a través de la parodia. El amor es estudio y el estudio es amor. Ambos requieren tiempo y matices. Requieren concentración.

Pero esta caterva lo quiere todo y lo quiere ya, sin aproximación serena, sin trabajo, sin esfuerzo. Hay una pereza intelectual y afectiva que engancha una cultura pintona y la explota, resaltando sólo sus elementos más característicos, es decir, limitándola. Humillándola.

Se ve muy claro en que nunca dicen nada inteligente performando otro acento, porque en el fondo de sí no le otorgan a ese acento usurpado la posibilidad de ser lúcido y sonoro al mismo tiempo. La Lozano dice "arsa y olé, nos vamos pal'Real", y mueve los brazos al aire, como espantando moscas.

Rosalía dice "con este vestido bien se podría perrear, mami" y frunce la boquita más o menos sensualmente.

Vaya taradas.

Este préstamo lingüístico tan simpático siempre es a cambio de la estupidez. Mejor dicho, se paga con ella.

Nadie recita a Juan Ramón Jiménez cuando se hace el andaluz ni a Delmira Agustini cuando se hace la hispanoamericana. Lo que agitan es un sublenguaje, una oquedad, una subnormalidad rítmica sin sustento. Ahí está en verdad el insulto: en que nos imitan como si fuéramos gilipollas.

Y lo peor es que les gusta. Les parece "divertido". Quieren empaparse de nuestra presunta necedad, quieren hacerla suya y encima "caer bien" al disfrazarse de asequibles. De campechanos. De tarambanas.

Esto me pone enferma: cuando Rosalía se hace la latina o Marta Lozano la andaluza y te explican algo, lo simplifican al máximo, se recochinean en esa nadería, en esa vibración lerda. Te lo cuentan como si tú fueras tonta. Pero que nadie se equivoque, por favor. Las tontas son ellas.

Ponen de moda el parecer una menguada.

La culpa es de Almodóvar, que dijo que "una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma", pero no advirtió la sombra de la personalidad múltiple, de la cultura zombi y anfíbica. En la modernidad se cambia de sueño como de pestañas.

Es curioso. Siento que antes teníamos más capacidad de abstracción. Nos nutríamos de otras identidades mediante la ficción. Amábamos a personajes distintos a nosotros que gastaban conflictos hermanos de los nuestros. Les sentíamos como a viejos amigos, como a cómplices míticos a través del tiempo y el espacio. Nos encontrábamos, al cabo. Y conseguían dolernos.

Al final, la cursilada esa de "vivir otras vidas" tenía algo de cierto, aunque deteste ese tópico empolvado que a menudo usan los que no han cogido medio libro en su vida para definir su experiencia con la literatura.

Lo importante es que antes no hacía falta ser el otro. No hacía falta encarnarlo. Digamos que nos poníamos en su lugar. Digamos que lo comprendíamos. Y eso era honorable. Eso mataba el ego.

Ahora hemos cambiado la cultura de la empatía por la cultura de la suplantación.

El viaje que hacemos hacia la mundología de otros es sonrojante, es caricaturesco. Vamos chocándonos contra todo como elefantes en la cacharrería, dañados de literalidad. No consentimos no ser los protagonistas en todas partes. La chusma del brilli-brilli quiere pertenecer al lugar en el que está, quiere tener la batuta, tener el relato, tener la foto. No aceptarán un papel secundario. No aceptarán dar un paso atrás y ceder a otro la experiencia más intensa.

Pero al final del día, todos sabemos lo que son.

Y les trataremos como tal.