Pedro Sánchez.
Así castiga Pedro Sánchez a las empresas díscolas (y premia a las sumisas)
España parece empeñada en retroceder a una lógica obsoleta de clientelismo y vasallaje, donde las empresas más sumisas reciben premios y las díscolas, castigos.
El gobierno corporativo es una pieza clave del equilibrio institucional y económico de las democracias consolidadas. No se trata únicamente de cómo se dirigen las empresas, sino de cómo estas responden ante la ley, ante sus accionistas y, en última instancia, ante la sociedad.
Un buen gobierno corporativo protege la transparencia, promueve la profesionalización de los órganos de dirección y garantiza que las empresas estratégicas no sean capturadas por intereses partidistas ni clientelares.
Sin embargo, este principio ha sido vulnerado con frecuencia en España durante las últimas décadas, y muy particularmente bajo los gobiernos de Pedro Sánchez. La captura de empresas por parte del Estado no responde aquí a una estrategia industrial o económica, sino a una pura lógica de poder.
Imagen del apagón en Valencia. EFE
Los órganos de gobierno de empresas como Red Eléctrica (Redeia), Telefónica, Indra, Prisa, Enagás o Ebro Foods han sido ocupados sistemáticamente por personas cercanas al Gobierno, muchas de ellas con trayectorias políticas, no empresariales.
A los pocos meses de hacerse con una participación suficiente para tener un sillón para la SEPI, el reciente descabezamiento de Telefónica a golpe de llamada de Moncloa en fin de semana, ignorando al órgano colegiado que gobierna la compañía, ilustra bien la forma y el fondo que vertebra el modelo actual de maximización de los intereses políticos.
El caso de la presidenta de Redeia, Beatriz Corredor, ex ministra de Vivienda con Zapatero, es prototípico.
Corredor fue designada sin acreditar preparación ni trayectoria demostrable en el sector energético o en gestión empresarial, más allá de sus credenciales políticas.
Pero aún hay más.
Hemos sabido que el mismo lunes del apagón, Corredor estaba cesando al único consejero independiente afín a Génova e instando la entrada en el consejo de administración de otra ex ministra, Arancha González Laya.
Si hacemos un breve repaso de otras grandes compañías donde el Estado tiene una participación relevante a través de la SEPI, encontraremos, por ejemplo, que en Indra la mayoría de sus consejeros independientes fueron destituidos para facilitar el control del Gobierno.
Sus sustitutos resultaban mucho más adecuados para este fin: Miguel Sebastián (ex ministro), Antonio Cuevas (ex diputado socialista) y Juan Moscoso (ex secretario ejecutivo socialista para la UE).
Estas decisiones, no obstante, generaron la retirada de inversores internacionales y motivaron una investigación de la CNMV, si bien esta (¡oh, sorpresa!) no acabó teniendo consecuencias significativas.
La situación se repite en Prisa, donde la entrada de la SEPI con un 7% del capital en 2021 consolidó la influencia gubernamental en un grupo mediático clave.
En Enagás, el consejo está repleto de expolíticos como José Blanco, José Montilla o Ana Palacio, entre otros.
Incluso en BBVA o Iberdrola, empresas sin participación directa de la SEPI, el Gobierno viene ejerciendo notables presiones públicas y privadas, ya sea en forma de amenazas regulatorias, hostilidad fiscal o campañas de descrédito.
La Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) debería ser el garante del cumplimiento de las normas de buen gobierno, pero su inacción en casos como la mencionada destitución de consejeros independientes en Indra o los nombramientos en Telefónica ha generado desconfianza.
Parece más que cuestionable que el organismo esté actuando con la independencia necesaria. Más bien parece asumir un mandato de ponerse de perfil y mirar hacia otro lado frente a la colonización política de las grandes compañías.
La cuestión de fondo, que nos atañe a todos, es que, en una sociedad democrática, el respeto a las normas de gobierno corporativo no debería depender del color o de la acción política del ejecutivo de turno. El Código de Buen Gobierno de la CNMV, los estándares europeos y la normativa sobre rendición de cuentas no son recomendaciones voluntaristas: son instrumentos para preservar la credibilidad del sistema y proteger al inversor, al accionista minoritario y al conjunto de la ciudadanía.
Marc Murtra, presidente ejecutivo de Telefónica. EUROPA PRESS
Muchos ciudadanos ven estos debates como lejanos o técnicos.
Pero la realidad es que una empresa con un consejo de administración capturado por el gobierno de turno puede tomar decisiones contrarias al interés de los consumidores, invertir mal, deteriorar su valor o limitar la competencia. Si una eléctrica, una tecnológica o una financiera está mal gobernada, el impacto se traduce en menos empleo, precios más altos, pérdida de competitividad y fuga de talento.
O, directamente, en un colapso funcional.
Un gobierno corporativo sólido significa proteger los intereses del país por encima de los del partido.
Es garantizar que el dinero público no se convierte en botín político.
Es blindar los principios que permiten que una democracia funcione con eficiencia económica y con justicia social.
Bruselas lo ha entendido. Por eso insiste (a veces hasta extremos insostenibles, y ha revisado recientemente en su Ley Ómnibus) en imponer mecanismos de rendición de cuentas, independencia, transparencia y sostenibilidad.
España, sin embargo, parece empeñada en retroceder a una lógica obsoleta de clientelismo y vasallaje, donde las empresas más sumisas reciben premios y las díscolas, castigos.
Los ciudadanos no debemos en modo alguno permanecer ajenos a esto, porque la salud de una democracia se mide también en el rigor con que funcionan los consejos de administración de sus empresas clave. No puede haber organizaciones sólidas si se debilita sistemáticamente la profesionalización y se entrega el timón a cuotas partidistas.
El buen gobierno no es una opción estética: es un muro de contención frente al abuso de poder.
Y ese muro, en España, empieza a resquebrajarse.