
Llegada del féretro del Papa Francisco I a la Basílica de San Pedro.
¿Y si, después del Papa Francisco, a la Iglesia le conviene ser anacrónica?
La Iglesia no necesita proyectar un talante revolucionario, porque su mensaje ya lo es de por sí en todo tiempo, y en el actual más que nunca.
El afán por interpretar el momento que se abre tras la muerte del papa Francisco desde las coordenadas de los clivajes ideológicos resulta de todo menos iluminador para comprender la situación que atraviesa la Iglesia católica.
Quienes confunden la gramática de la política con la de la religión, naturalmente, ven también en el próximo cónclave algo así como un debate de investidura sobre el que proyectar sus anhelos. Pero antes que abismarse en quinielas y elucubraciones ociosas, lo aconsejable sería tratar de discernir humildemente la orientación que podría ser beneficiosa para la Iglesia, cuidándonos de emitir preferencias frívolas hacia tal o cual candidato.
La óptica mayoritaria intenta hacernos transigir con la idea de que el hecho de que la Iglesia no pueda vivir de espaldas a su tiempo implica que debe acomodarse a las costumbres actuales. Pero acaso la mejor respuesta que puede dar la Iglesia a este tiempo hipersecularizado (y lo que más conviene a su apostolado) sea, precisamente, distanciarse del siglo.
Conclave News 🚨
— Al Carbo (@carbo_al) April 23, 2025
When asked what he will be looking for in the next Pope, Cardinal Dolan said:
"The warm heart of Francis.... with ummm what would I say, more clarity in teaching, more refinement of the Church's tradition, more digging in the treasures of the past" pic.twitter.com/y5cv6dUS6L
Muchos de los malentendidos que ha auspiciado el pontificado de Francisco tienen que ver con este equívoco: asumir que dialogar con el mundo equivale a adoptar un lenguaje mundano. Y de esta forma, la Santa Sede ha podido en ocasiones asentir o adherirse a corrientes que, aunque con una fisonomía semejante al mensaje evangélico, beben de planteamientos que no se compadecen con la fe católica.
El resultado de haber hecho demasiado énfasis en la vocación pastoral es un descuido de las fuentes de la tradición apostólica. Pero en ella pueden encontrarse valiosos recursos para responder a los desafíos que plantea el mundo contemporáneo, como la cuestión económica, la ecológica o la migratoria.
Relegar las respuestas que la Iglesia ha dado a estas cuestiones en el pasado ha contribuido al olvido de que cabe abordarlas desde coordenadas estrictamente católicas, sin necesidad de contemporizar con tendencias ideológicas (como la democratización o la feminización) ajenas a la naturaleza de la Iglesia.
El necesario celo evangelizador no debiera llevar a dilatar los contornos de la doctrina católica hasta las fronteras de la heterodoxia.
Y las frecuentes confusiones a las que ha dado pie recientemente la Santa Sede tienen que ver con este juego mediante el que se ha pretendido armonizar las distintas sensibilidades con un magisterio de la ambigüedad, que ha hecho guiños a un enfoque más laxo en materia de reglas sin modificar realmente la doctrina.
Pero aunque resulte contraintuitivo, esta forma de abordar la pluralidad en el seno de la Iglesia, queriendo cohesionar al rebaño con ademanes aperturistas, ha acabado siendo divisiva. Porque, pretendiendo contentar a todos con un lenguaje ambivalente, el Vaticano ha acabado metiéndose en demasiados jardines de forma innecesaria, enajenando de Roma a no pocos fieles.
Un programa magisterial volcado exclusivamente en "la Iglesia en salida misionera" propicia privilegiar aspectos como la humildad y la sencillez en detrimento de otros no menos vertebrales para la Iglesia. Y ese acento pastoral (simplificación, depuración, despojamiento de lo ornamental, actualización de las formas), sacado de quicio, amenaza con desplazar la via pulchritudinis.
Es decir, el encuentro con Dios a través de la belleza de la liturgia, y de la solemnidad de un rito capaz de inspirar la majestad de lo sagrado.
Y es que cabe recordar que Cristo es sacerdote, pero también Rey. Dios es amor, pero también temor.
Pablo VI fue el papa que desmontó el trono: reformó el papado para hacerlo más humilde, pastoral y cercano, barriendo siglos de ornamentos imperiales, títulos nobiliarios y liturgias teatrales. Aquí un repaso a todo lo que “se cargó”👇 pic.twitter.com/c6bcPlMBqj
— Aristogiton 🇹🇩 - Cirujano de hierro Fan Account (@Aristogiton_) April 23, 2025
Y, por lo mismo, no sólo el carisma es lo propio de la sede apostólica, sino también el enigma. Mientras que cierta comprensión de la evangelización expone al pontífice a una servidumbre comunicativa bajo la que se corre el riesgo de que el medio influya en el mensaje.
La cercanía parroquial con el feligrés no tiene por qué redundar en detrimento del misterio, que es tal vez el principal atractivo que puede devolver al pueblo a las iglesias en este tiempo de vulgaridad y artificio.
La acogida y el acompañamiento que preconizan las diócesis no significa que la Iglesia deba adoptar el esquema progresista de la inclusión. La Iglesia no necesita abrazar un universalismo mal entendido porque el catolicismo ya es universal por definición.
Llevar el Evangelio a las antípodas no debería implicar desromanizar la Iglesia.
Lucir los símbolos de la dignidad papal no equivale a olvidarse de los pobres. La sobriedad de los pastores no está reñida con el esplendor de los templos.
La Iglesia no necesita proyectar un talante revolucionario porque su mensaje ya lo es de por sí, en todo tiempo, y en el actual más que nunca.
No hay motivo, en fin, para que la Iglesia se esfuerce, ahondando en el aggiornamento posconciliar, en no ser anacrónica. Porque está llamada a serlo, y no puede ser otra cosa.