
El Papa Francisco en la audiencia semanal desde la Basílica de San Pedro el 12 de febrero de 2025 Reuters
El Papa Francisco lleva doce años dejándome perpleja
Ahora que estamos empezando a ver que lo woke no ha muerto, quizá redescubramos el valor de un Papa que huyó de identitarismos y de tribus.
Pasé la Semana Santa de 2013 en Roma. Clásico viaje de bachillerato de colegio religioso y rito de paso para cualquier adolescente católico.
El Papa Francisco estrenaba pontificado y yo, la mayoría de edad. Quedó así convertido en el pontífice oficial de mi generación. De los que nos hicimos adultos con él a la cabeza.
La generación que ha madurado la fe católica en un momento herido de la Iglesia: el de la crisis de los abusos sexuales.

Monjas rezan en el exterior del Hospital Gemelli, donde el Papa Francisco está internado para recibir tratamiento, en Roma. Reuters
La generación que dedicó las clases de religión a pintar palomas de la paz y que tuvo luego que aprender que formaba parte de una institución retrógrada.
La generación que creció entre la espada y la pared, obligada a posicionarse entre el "ellos o nosotros".
La generación a la que se le azuzó con el deber moral de presentarse como voluntario en la primera línea de disparo de esa batalla cultural en la que había que elegir entre el bando woke o el del fascista recalcitrante.
Nos abrimos paso en una sociedad de trinchera, que rechaza los matices y que exige pureza de ideas y no de corazón. Que pedía matar al padre, rechazar lo heredado y reinventarse a uno mismo sin asideros y sin horizontes.
Esta es mi sociedad y en ella está inserta mi Iglesia, la que comparto con el Papa Francisco. La Iglesia que recogió el pontífice tras la renuncia de un cansado Benedicto XVI.
Me he hecho adulta en la Iglesia Católica de Francisco. Y en ese tiempo, lo que yo he sentido con este Papa es perplejidad. Una perplejidad que creo que comparto con amplios sectores de la sociedad, católicos y no católicos, de derechas y de izquierdas.
La perplejidad de ver que, en un mundo de bandos, el Papa habla de justicia climática, dialoga con el autodenominado colectivo LGTB, reivindica la solidaridad con el migrante, coloca a mujeres en puestos de poder y anima a ir a las periferias.
Pero, también, denuncia la cultura del descarte que impide vivir al no nacido y promueve la eutanasia, recuerda que la misión de la Iglesia es la de la evangelización y pide a los cardenales que no olviden que son "servidores" y no "eminencias".
No es fácil ser un Papa que quiere llegar a "todos, todos, todos" en tiempos de facciones.
No es fácil contentar a esos "todos" que siempre ven que hablas más de lo ajeno que de lo propio. Una tensión tan antigua como la parábola del hijo pródigo. Nos encanta pensar en el joven arrepentido que regresa, pero muchas más veces somos el que se siente poco valorado en la casa del Padre.
Sí he visto cómo esa perplejidad mutaba a un dolor auténtico en algunos casos. En aquellos que defienden contra viento y marea la vida del no nacido, por ejemplo, y vieron al Papa, en un documental, cómo aceptaba el pañuelo verde que simboliza la lucha por el aborto en Argentina.
El Papa ha sido siempre claro en su condena al aborto. Sin embargo, en nuestra cultura de gestos, aquel gesto del pañuelo verde causó daño.
Yo me pregunto ¿qué querían? ¿Que se lo lanzara a la cara?
Pero también comprendo. De nuevo, me quedo en la perplejidad.
He visto ese mismo viaje de la confusión al sufrimiento en situaciones muy delicadas. La de algunas personas homosexuales y divorciadas que, en ese íntimo y particular espacio en el que la libertad y la conciencia hacen su apuesta, deciden vivir su vida siguiendo la doctrina de la Iglesia.
Y a los que la Fiducia Supplicans, documento que permite las bendiciones a parejas homosexuales o en segundas nupcias, y que contradijo otra declaración de hace sólo unos años, ha sumido en un desconcierto todavía mayor.
No se han sentido más acompañados, sino más solos. Perplejidad.
También he visto esa decepción en aquellos que esperaban lo contrario: un reconocimiento total del matrimonio homosexual o de los segundos matrimonios de personas divorciadas, una ambigüedad menos molesta frente al aborto, una apertura al sacerdocio de las mujeres.
Personas que, legítimamente, pretendían otro camino para la Iglesia y creyeron que algunos diálogos abrió el Papa nos llevarían ahí.
Pero no lo han hecho. Perplejidad.
Y, mientras, el Papa no suele dar explicaciones de nada. No sale a justificarse o a defenderse. Se dedica a aplicar mano dura contra los abusos con una reforma del Derecho Canónico, a renovar la Curia Romana para sanearla de la corrupción y a gestionar de forma discreta, pero firme, el Sínodo Alemán que casi provoca un cisma.
En su silencio, se ha dejado cancelar y descancelar sin hacer mucho ruido y siguiendo a lo suyo. Causando más perplejidad.
Perplejos se quedan quienes se creen que el Papa quiere disolver el Opus Dei y luego le oyen pedir la beatificación de la supernumeraria argentina María Clinton y ven que nombra obispo de Helsinki a un sacerdote de la institución fundada por Escrivá de Balaguer.
Perplejos deja a quienes buscan pronunciamientos inequívocos y le escuchan distanciarse de los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos: "Ambos están contra la vida: el que expulsa a los migrantes y el que mata a los niños".
Perplejos porque uno siempre está seguro de tener la verdad de su parte y quiere que el mismísimo Papa lo confirme.
Pero el Papa no se ocupa de nuestro asombro, sino de otras cosas. En septiembre de 2024 se adentró en la selva de Papúa Nueva Guinea para conocer a los misioneros que se juegan la vida en uno de los lugares más peligroso del mundo, liderando el camino hacia las periferias.
"Amigos, no hay batalla cultural en esta selva", parece que nos quiere explicar.
Porque, en medio de la perplejidad, el legado más valioso de este pontificado es la máxima que expresó en su Evangeli Gaudium: "La realidad es superior a la idea. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría".
Ahora que estamos empezando a ver que lo woke no ha muerto, sino que sólo ha cambiado de signo, quizá redescubramos el valor de un Papa que huyó de identitarismos y de tribus. Que se negó a entrar en la polémica de si lo malo es ser de derechas o de izquierdas, porque lo realmente triste es no comprender que hay que amar al prójimo como a uno mismo.
"A mí no me interesan los adjetivos, sino los sustantivos", ha dicho más de una vez.
No sé si hemos entendido del todo a Francisco, pero sí creo que ha hablado para nosotros. Yo sigo escuchando, aunque a veces siga perpleja.