El jueves de madrugada me llegaron varios mensajes con la misma noticia: el cantante y antiguo integrante de One Direction, Liam Payne, había fallecido.
Payne, que se encontraba en Argentina después de asistir al concierto de su antiguo colega Niall Horan, se había caído por el balcón de su habitación en un hotel de Buenos Aires y había muerto en el instante.
Lo hablé con mi hermana, lo comenté con amigas. Una me confesó que había estado llorando. Era una noticia que producía, entre quienes habíamos crecido en la era de One Direction (y no hacía falta ser fan de ellos para que así sucediese), una fuerte impresión. Principalmente, porque era muy joven (tenía treinta y un años).
Pero también por el modo en el que había muerto. Y por la incertidumbre de qué había pasado realmente. Si se había precipitado o si le habían precipitado las drogas y el alcohol.
X era un hervidero de comentarios e informaciones. Incomprensión, desolación, amargura. Había un poco de todo entre quienes tenían como himno de juventud a este grupo compuesto por cinco chavales que eran demasiado jóvenes para poder afrontar psicológicamente lo que esa repentina fama entrañaba.
Liam lo había comentado en más de una ocasión. Cómo había recurrido al alcohol para poder hacer frente a la inmensa celebridad que les había caído encima cuando aún eran unos críos.
Pasaron las horas, empezaron a surgir más y más informaciones que se movían en redes como moneda de cambio para unos cuantos likes. Se publicó el audio de un empleado del hotel, fotos de la carpa que cubría el cuerpo en el patio, fotos de su habitación, vídeos de la policía científica en la que supuestamente era la habitación de Payne.
Y esos primeros instantes de interés que sentí por lo que había sucedido, por el origen y las causas del fatídico desenlace, empezaron a derivar en un profundo malestar que bordeaba el horror. Por la falta de intimidad, por la proliferación de informaciones sin confirmar. Por los audios y las fotos.
Y porque esa misma mañana, Liam (es decir, su equipo de comunicación) había publicado unos vídeos en su cuenta de Snapchat en los que aparecía en una casa de campo desayunando, aparentemente, tan feliz.
Esa distorsión, ese manejo de la imagen, ese trampantojo digital pretende apaciguar a las masas ávidas de contenido, pero simplemente confirma una realidad que todos justificamos con una frase tan manida como falsa de "es el precio de la fama": los famosos no se pertenecen a sí mismos.
Eso es lo que prueban esta y tantas otras muertes de personajes públicos, en las que cada detalle se especula y analiza con pinzas quirúrgicas. En las que se corta y recorta con un bisturí cada peculiaridad, cada anécdota, cada chascarrillo, para inspeccionar qué se puede sacar de provecho.
Es escalofriante pensar que el momento en el que normalizamos que este tipo de informaciones se moviesen, entre especulaciones y elucubraciones, como si del tiempo se tratase y no de una vida humana, pasó completamente desapercibido.
Sencillamente, se filtró en nuestra forma de entender a qué tipo de información teníamos derecho. En este caso, a cuánta intimidad de una persona. "No hay ninguna razón para que un hombre muestre su vida al mundo. El mundo no entiende las cosas", escribió Oscar Wilde en De profundis.
Pero habría que plantearse en cuántos casos la exigimos.
Un famoso no se pertenece a sí mismo, pero la duda que me queda es a quién pertenece exactamente. A quién pertenece la imagen de un joven de treinta y un años que en su vida digital está en una finca feliz, desayunando y charlando, mientras que en la vida real traga y traga alcohol y drogas para evadirse de esas manos que han estado tirando de él como si de un muñeco de trapo se tratase.
¿A su sello discográfico a sus fans, a su manager, a los medios de comunicación?
¿A todos a la vez?