Entre la abundancia de comentarios que se han hecho sobre el atroz atentado contra la sala moscovita Crocus City Hall ha habido un aspecto que se ha pasado un poco por alto.

El presidente ruso, Vladímir Putin.

El presidente ruso, Vladímir Putin. EFE

Es Putin quien, desde hace años, quizá incluso desde el principio, ha convertido el compromiso histórico con el islamismo en uno de los pilares de su geopolítica.

Entonces, ¿hay que ver en lo sucedido una ironía de la Historia?

¿Una macabra paradoja en forma de trampa en proceso de activarse?

¿Un redoblamiento irónico de la tragedia que es siempre, en todas sus formas, un atentado terrorista de esta envergadura?

Es un hecho.

Está el apoyo a Hamás, cuyos dignatarios fueron recibidos con honores en Moscú antes y después del 7 de octubre, un hecho que nunca recordaremos lo suficiente.

Está el eje que han formado con Irán, que, no contento con ser el padrino de Hamás, también fue el socio y el brazo armado de Rusia en la larga guerra librada en Siria, mano a mano con Bashar Al-Assad, que nos dejó 400.000 muertos.

Está el pacto del diablo con Kadírov, amo de lo que queda de Chechenia tras las guerras que le infligió a principios de los 2000 el Putin de los primeros años, cuyos soldados gritan "Alá Akbar" cuando les ganan (pocas veces, porque no son buenos combatiendo) una posición a los ucranianos.

Pero, por encima de todo, está el famoso proyecto "euroasiático" que los ideólogos del putinismo oponen a la Europa democrática, liberal, abierta y, como ellos dicen, "talasocrática": la brújula de esta Eurasia, como explica Aleksandr Dugin, debe ser la gran alianza de la ortodoxia, el islamismo y sus respectivos mesianismos frente a lo que él denomina "la herejía latina".

Putin aprovechó inmediatamente este revés de la Historia, que parece haberle sumido en un estado de estupor similar al que había experimentado hace un año cuando Prigozhin lo traicionó, para crear a toda prisa una "realidad paralela" e imputarle a Kyiv la responsabilidad de la masacre.

Pero el pueblo de Moscú, con sus 139 muertos y 182 heridos, está pagando un precio muy alto por este error de cálculo.

En cuanto al pueblo ucraniano, el precio que paga es todavía más alto: el domingo 23 de marzo, desde Lviv hasta Járkov, Ucrania vivió uno de los peores días de bombardeos (y terrorismo) desde la invasión del 24 de febrero de 2022.

El mundo, por su parte, se despertó con dos enemigos cuyos caminos sería un error pensar que se separarían en Moscú.

Paul Claudel, en sus diarios, anotó el 21 de mayo de 1935, que "se está creando una especie de islamismo en el centro de Europa".

Dijo islamismo, por supuesto, no islam.

Un islamismo que él fue el primero en sospechar, con su inteligencia de poeta, que tenía afinidad con el fascismo.

Pues bien, a pesar del atentado de Moscú, ahí estamos de nuevo.

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. EFE

Para Francia, Estados Unidos y las almas libres del mundo, el combate contra Putin y el yihadismo es el mismo y conviene librarlo con el mismo ahínco. Y no querer entenderlo, pretender distinguir entre un enemigo principal y un enemigo secundario, o pensar en aliarnos con uno para enfrentarnos mejor al otro, es no entender absolutamente nada ni de nuestro mundo ni de las enseñanzas que nos dejaron nuestros ilustres antepasados.

Hay dos espíritus de Múnich.

El que quiere "tener la paz" y que no sabe que la paz jamás es algo que se pueda "tener", sino una construcción difícil y laboriosa frente a un adversario por lo general insaciable; un espíritu que olvida, además, que no hay política de verdad si no se funda en esa vieja idea del honor de la que no se oye hablar demasiado en Europa desde Churchill y De Gaulle.

Pero también está el hombre que ha olvidado cómo contar hasta tres; que está dispuesto, sin atisbo de vergüenza, a correr el muy improbable riesgo de "morir por el Dombás", pero a condición de que no se le pida que se preocupe por la derrota militar de Hamás; el hombre que, repito, se niega obstinadamente a ver que la batalla que libran hoy Israel y Ucrania es la misma, por ellos y por nosotros.

En ambos casos, vamos por mal camino.

Mientras escribo estas líneas, semejante memoria de pez está provocando que Israel reciba las sanciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas al tiempo que se anima a Zelenski a hacer su duelo por Crimea.

En cuanto a quienes objetan que todo esto es un sinsentido, que la comparación nunca es acertada y que cada situación se articula en un contexto singular, están confundiendo dos cosas: la Historia, que, sumida en el paso del tiempo, nunca acaba de parecerse a sí misma; y el Mal, que tiene la doble propiedad de multiplicarse (mi nombre es legión) y de repetirse (no hay nada más repetitivo, iterativo e insistente que la obra del Mal en este mundo).

Murmuró Daladier, promotor de los acuerdos de Múnich: "Ay, si los tontos supieran", cuando él y Saint-John Perse llegaron a Le Bourget y vieron que les arrojaban flores en vez de lanzarles tomates.

Hoy sí que sabemos, y ceder en cualquiera de los dos frentes sería un error irreparable.