El anuncio navideño de Suchard se ha convertido en el más visto en redes sociales de la historia de España. Eso es mucha tela. Presenta a dos abuelos encantadores en una cena que parece solitaria junto al árbol iluminado. Observan juntos una foto enmarcada, con chiribitas en los ojos. Él le pregunta a ella: "¿Tú crees que lo hemos hecho bien?".

A continuación se suceden imágenes de diferentes pascuas, volviendo atrás en el tiempo, hasta 1973, cuando apenas comenzaban a conocerse, cuando aspiraban a envejecer juntos, pero no imaginaban cómo, cuando ella se quedó embarazada por primera vez y aún no tenían a nadie que les hiciese la primera foto de familia porque eran un equipo imbatible de dos personas. 

Entre la postal actual del anuncio (ya canos y cansados y enternecidos) y la más antigua que aparece (el bigote oscuro de él, el peto de ella, la inocencia radical del que explora el amor y el miedo y no sabe de los envites que le reserva el mundo) no pasó nada, o quizá pasó todo, o sólo pasó la vida.

Era la vida cuando sus hijos eran diminutos y comían chocolate bajo el árbol vacío, quizá el de los años más precarios.

Era la vida cuando el varón adolescente se creía emo y andaba enfadado con el orden de las cosas y le ponía un mohín a su santa madre y se encerraba en su música poniéndose los cascos, tan imbécil como uno mismo ha sido con los que nos amaron incondicionalmente.

Era la vida cuando el perro llegó a la casa y cuando en Nochevieja nadie salía y todos se quedaban viendo hasta tarde al humorista favorito en la tele, partidos de risa, ¡con la misma risa, el mismo tañido genético! 

También era la vida cuando los niños se hacían mayores y saltaban como pájaros locos y estaban fritos por acabar la cena con sus padres y huir a una fiesta a soplar el matasuegras lejos del hogar, donde conocer los alcoholes nuevos y los besos nuevos y las músicas distintas. Entonces sus padres les miraban con ternura y preocupación y vértigo, y echaban horrores de menos las noches seguras y vulgares, todo apretados en el sofá, sin que nadie pudiera hacerles daño. 

Y era la vida, claro, cuando presentaron a sus novios y en su casa se les trató como a hijos, y cuando los hijos tuvieron hijos, y cuando falleció la mascota, y cuando el abuelo empezó a ponerse torpe y quiso impresionar al nieto girando una pelota de basket en un dedo, pero se le cayó sobre un jarrón porque uno deja de ser lo que era. 

"Sí, creo que lo hemos hecho bien", responde, al cabo, la abuela. Y el plano se abre y se les ve rodeados de todos sus seres queridos, agasajándoles. Ahora la foto es un selfi y va a la pared de los recuerdos.

La verdad es que el suchardazo es del todo canónico. La verdad es que es emocionalmente exacto y también irreal. Hay quien ha señalado, como la periodista Luz Sánchez Mellado, que el rollo de la familia perfecta "ya huele", y que los padres o madres solteros o los que no tienen hijos también lo han hecho bien.

Tiene algo de razón. Esa familia tan ideal que dibuja el anuncio no existe. Quizás nunca existió del todo, quizás sólo fue un fogonazo, una proyección, un reflejo somnoliento. Quizá sólo fuimos tan felices una vez, hace mucho, no más que un ratito. 

Hacerse mayor es entender que nunca estamos todos para la foto, o algo aún más crudo: que lo estaremos por poco tiempo. 

Despedimos a los abuelos o nuestros padres se separaron o nuestros hermanos no se hablan, nos rompieron el corazón o lo rompimos y cambiamos de pareja cada lustro y lo seguimos intentando una y otra vez.

Vivimos suicidios, denuncias, infidelidades, enfermedades, historias de violencia machista o de alcoholismo.

Besamos rápidamente en la mejilla dos veces al año a gente que nunca nos amó o nos amó mal o que sólo nos dio lo justo para que no rompiésemos con ellos para siempre, para seguir fichando y lavar su conciencia o su estética ante los otros.

Hay tanto teatro en la perfección…

El anuncio no dibuja (ni tiene que hacerlo, porque sólo juega a ser sentimental y aspiracional) las ausencias, las decepciones, las amarguras de las familias desintegradas o rotas: y todas lo están, todas lo estamos, un poco, a nuestra manera. Todo el mundo tiene una pena.

Una pena más o menos secreta o pública, negra, puntual o vitalicia. Todo el mundo tiene un anhelo imposible, todo el mundo sujeta sobre sus hombros el peso de su insoportable humanidad.

Pero eso, desde luego, no serviría en formato dibujitos para vender turrones. 

A mí me parece que la propuesta es conmovedora y que funciona, porque, justamente, no habla de lo que somos, sino de lo que hemos perdido. Nos estamos desintegrando constantemente y eso nos hiere, nos descoloca, nos hace sentirnos confundidos, nos reboza de nostalgia y nos hace perder el sentido crítico de las cosas: también es de celebrar que nuestras familias no se parezcan a las del anuncio.

Porque muchos de los nuestros han salido de los armarios y no tienen ya que hacerse los normativos ni vivir de mentira. O porque supieron cortar con alguien que no les merecía. O porque no se conformaron. O porque eligieron no tener hijos porque eso no les hacía feliz. 

Qué sé yo, todo es verdad y mentira al mismo tiempo, todo es bello y cruel simultáneamente, arcaico, moderno, indivisible. El pasado, el futuro, el cambio. El tiempo mezclado entre las historias que nos contaron, tan radiantes y teóricas, y las que protagonizamos, mucho más vulgares y falibles. 

Ahora podemos elegir mejor quiénes somos y a quién queremos, y por cuánto tiempo. Ahora podemos sentirnos identificados con nuestra propia familia o huir de ella si nos hiere, claro, pero al final de todo late una verdad opresiva: da igual cuánto corras. Tus genes siempre van contigo. Feliz Navidad, ¡supongo!