En el barrio de Schöneberg, en Berlín, hay una especie de cartel metálico, una placa conmemorativa ligeramente dirigida hacia la carretera, que permite que cualquiera que pase por el Kaiser-Wilhelm-Platz a pie, en bicicleta o en coche pueda leer lo que pone ahí con cierta facilidad. Yo la vi casi todos los días durante varios años de camino a la universidad.

Esta placa, de fondo oscuro, está encabezada por un titular escrito en letras color bronce que lee Orte des Schreckens, die wir nie vergessen dürfen. Lugares del horror que nunca debemos olvidar.

Debajo, también escritos en bronce, doce nombres. Doce campos de exterminio nazis que te abordaban mientras tomabas un café en la terraza de un bar o ibas en bicicleta a hacer la compra o dabas un paseo para despejar la mente. pero que, de repente y como una bofetada, te recordaban tu deber: no olvidar.

Desde hace unas semanas pienso en este monumento. Y también en los múltiples recordatorios esparcidos por prácticamente todas las calles de Berlín que, sin embargo, no han impedido que empiecen también a aparecer en esta misma ciudad edificios con una estrella de David pintada en la puerta. Un señalamiento que poco tiene que ver con defender la paz en el fatídico conflicto en Oriente Medio y mucho con volver a un racismo de verdad. Con mayúsculas.

Hay algo espeluznante en ser testigos de la fragilidad de la memoria, de la facilidad del olvido. La paradoja de nuestro tiempo es que llevamos años inmersos en una dinámica de sensibilización frente a microrracismos, pero no alcanzamos a identificar como lo que es lo que está pasando estos días en tantas partes del mundo y a la vista de todos. 

Porque una cosa es la guerra, el Estado de Israel, Hamás y las atrocidades que se están cometiendo. La absoluta tragedia que se está viviendo en esa parte del mundo, un drama humano del que no podemos ni debemos olvidarnos. 

Y otra abismalmente diferente es levantarte en Berlín con una estrella de David pintada en la puerta por ser judío. O que te tengas que esconder en la biblioteca de tu universidad en EEUU, mientras manifestantes propalestinos golpean las paredes y los cristales del edificio, por ser judío. O que te registres en un hotel en Rusia y haya una turba de gente apostada en la puerta, lista para el linchamiento, por ser judío

En una entrevista en 1973, Hannah Arendt le explicó a Roger Errara la diferencia entre dictadura y totalitarismo. En el totalitarismo, la víctima inocente tiene un papel crucial. Que se te acuse y señale sin culpa alguna.

Arendt también escribió en Eichmann en Jerusalén que "jamás ha habido castigo dotado del suficiente poder de ejemplaridad para impedir la comisión de delitos. Contrariamente, sea cual fuere el castigo, tan pronto un delito ha hecho su primera aparición en la historia, su repetición se convierte en una posibilidad mucho más probable que su primera aparición".

Su repetición se convierte en una posibilidad mucho más probable. Creo que habría que tener esta idea muy presente contemplando la estrella de David pintada en la puerta del edificio en Berlín. Porque los nazis no empezaron llenando vagones con miles de judíos rumbo a Auschwitz. Empezaron por buscar una excusa para su marginación. Para su exclusión social. Empezaron por impedir el paso a los clubs de tenis y acabaron pintando estrellas de David en las puertas de los Juden. Luego, a coserlas en el pecho.

Delante del edificio en el que vivía en Berlín había dos Stolpersteine, dos piedras de tropiezo. Este proyecto del artista alemán Gunter Demnig está presente en varias ciudades de Alemania y Austria, y consta de unos pequeños cubos de cemento que parecen adoquines y que están cubiertos por una placa de latón en la que se encuentra inscrito el destino de los judíos que vivían en esa casa y que fueron deportados y asesinados por los nacionalsocialistas.

Cada vez que salía de casa veía estos dos pequeños monumentos a esos dos desconocidos que vivían en mi mismo edificio y que fueron deportadas a Riga. Y todo empezó con una estrella pintada en una puerta.