Quién se acordaba de Puigdemont. Era, ya sólo, un pariente lejano al que toda España le ponía cara, pero nadie recordaba exactamente por qué. Un tío que se fue a trabajar a Bélgica o un prófugo que huyó en el maletero de un coche con nocturnidad y cobardía a Waterloo.

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont, juntos en Bruselas este lunes.

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont, juntos en Bruselas este lunes. Efe

No le hizo falta hacerse la cirugía estética para desaparecer, porque la Unión Europea a veces tiene estas cosas. Y poco a poco, en una España por la que cada día pasan tres incendios, dos gobiernos y varios siglos, todos se olvidaron de él.

Sólo el Tribunal Constitucional, que es la última salvaguarda que le queda al españolito cuando el Gobierno se desmadra y le encierra en casa ilegalmente, aunque nadie desde entonces se haya hecho cargo de aquella tropelía. Pero la justicia no olvida tampoco que Puigdemont tiene una orden de detención en España. 

Así se diluyó en una vieja gloria de los nacionalistas. Puigdemont, que iba para revolucionario y nunca llegó a cuajar porque, a diferencia del Che, nadie se hizo una camiseta con su cara. Era tan sólo un visionario que hablaba de independencia a europeos que no sabían siquiera dónde caía Gerona.

Su máxima aspiración desde hace cinco años ya sólo era esquivar la cárcel. Y que alguna plataforma, por ejemplo Netflix, contase su historia como si de la del Dioni se tratase. Porque España, de vez en cuando, da estos personajes. Carles era un tipo que el ciudadano cansado no sabía si había huido o lo mandamos hace años a Eurovisión. 

Era tan sencillo todo, tan natural ese final. La DUI fue un intento de desmembrar España como si Puigdemont fuese Jack el destripador. Pero demostró poca habilidad para el cuchillo, con el que no consiguió cortar Cataluña del resto de la nación.

Y desde entonces jugaba poco en el tablero político. Importaba menos aún. Por eso, que Yolanda fuese a reunirse con él, a ponerle de nuevo de actualidad en Bruselas y en España, es mucho más que una traición.

Es un plan bien orquestado por el que el PSOE delega en su socia responsabilidades. Y de paso intenta recuperar esa idea de partido serio cuya falta tanto le lastró en las últimas elecciones generales.

Pero ¿desde cuándo el Gobierno, o su vicepresidenta, por mucho que vaya como líder de una formación cualquiera, negocia con prófugos? La Constitución garantiza la igualdad entre ciudadanos, pero se ve que la vicepresidenta cree que eso también está abierto a interpretación.