Adam Driver es el hombre más guapo del mundo. Esto es así: apenas trato de justificarlo porque la verdad se pone en pie y se defiende sola, pero mientras este planeta enfermo termina de abrir los ojos legañosos ante su hermosura insolente, yo aprovecho que no estoy en Venecia viendo Ferrari para escribirle una carta de amor.

El amor es algo que me tomo muy en serio, claro. El amor es algo que se hace con las manos. Yo soy lo que hago con las manos, nada más, y lo que no sea eso o no soy yo, o no es amor, o no me interesa; y de esa manera sé que limpiaría su nombre con mis propios puños en la puerta de cualquier antro, y de esa manera sé que explicaría pacientemente su talento por escrito, con las yemas de los dedos repicando en el teclado, espigada, lenta, segura, como quien le describe el mar a un ciego o el perdón a un niño. 

Sé que amo a Adam Driver porque no se parece a nadie que haya conocido, porque no me recuerda a nadie más que a sí mismo, porque no imita a nadie y nadie puede imitarle. Digamos que ser Adam Driver es una cosa que no se ensaya, que no se parodia, que no se educa.

Y yo creo que hoy, cuando todo se duplica y se plagia y se falsifica, cuando la reproducción es capaz de superar al original, la belleza es, sobre todo y furiosamente, esto: ser impasible a la copia. 

Adam Driver. EFE.

Adam Driver. EFE.

De Adam Driver uno sabe que está loco pero tampoco podría demostrarlo: es una cosa que se huele, que se adivina, que se intuye. Sencillamente, hay que estar loco para entender tanto al ser humano, tanto como él lo hace en cada uno de sus papeles perfectos, dignos, severos, inteligentísimos, llenos de taras, de rarezas y de socavones. Va rebosante de imágenes, de intuiciones oscuras. 

Tú ves que el tío se está jugando el pellejo. Ves que está a una toma más de enfilar hacia la López-Ibor.

Driver tiene eso que tenía De Niro, o eso que segrega también Joaquin Phoenix, en fin, otros dos de los hombres más guapos del mundo, por irrepetibles: la certeza de que todo lo que tocan se convierte en obra de culto al instante. No hará falta que se mueran para darles gloria porque son hombres sin contexto, hombres que da igual al tiempo que pertenezcan, porque atraviesan las eras, las lógicas y las modas. Su único marco es una virilidad poderosa, fresca, que explota a interrogantes.

Ves también que a Adam su leve enajenación le duele, que le hace rajitas por dentro: no como a Jack Nicholson, por ejemplo, que se nota que agranda su chifladura y la disfruta, despotenciado y genial. Aquí no. Aquí nuestro muchacho tiene miedo, y yo le entiendo. Miedo de dar un día el paso definitivo, radical, y ya no poder volver nunca al lado de la gente normal. La vulnerabilidad hace a Adam más bello aún, porque es imposible ser guapo, ser verdaderamente guapo, si no se tiene ternura. 

Recuerdo cuando le observaba en Girls, atónita, impactada, en esas primeras temporadas con su corte de pelo aterrador y dos orejas como dos mediaslunas mixtas, metiendo hachazos como de leñador poeta en un piso que se caía a pedazos: entonces me enamoré de él, y me quedé colgada de su belleza larga y extraterrestre, pálida y profunda, y le vi casi desnudo y pensé que estaba lleno de lunares como un planeta nuevo. 

Distingo que un hombre me gusta porque me gusta verle haciendo cosas, así que me quedé mirando durante mucho tiempo cómo preparaba boles de cereales o se escayolaba la pierna o follaba por el pasillo de la casa o salía corriendo sin venir a cuento o se ciclaba o se quedaba anémico, y a veces te hacía comer polvo con una crueldad resumidísima en su gesto, y otras veces te despeinaba el flequillo como a una hija traviesa y le divertía tu maldad, y era imaginativo y rabioso y se obsesionaba estacionalmente con cosas muy distintas entre sí, y lloraba con toda la cara, poniéndose rojísimo, o se enfadaba como una locomotora descarrilando, y a mí todo aquello me parecía el mejor espectáculo del mundo.

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Cuando te enamoras de alguien, simplemente, te detienes a mirar. Es mentira que el tiempo se pare. Eres tú quien se para. Todo sigue yendo a toda velocidad. Sólo que, de repente, tú ya no llegas tarde al trabajo, ni a ninguna cita, ni a ningún sitio. Tú ya no puedes pasar de largo. 

Eso es lo que pasa con Adam Driver, que te subraya como espectador sólo existiendo. Le contemplas echándose un vaso de agua en el grifo de la cocina y puedes dar el día por cerrado.  

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No hay nada más sexy en la tierra que un tipo que ama lo que hace. En fin: un apasionado, un neurótico tremendo de lo suyo, de lo que sea. 

Driver fue rechazado en la escuela de Juillard (buena prueba de que nadie tiene menos olfato que un crítico de arte), y se alistó a la marina sin noción ninguna de patria, sólo por no vivir de alquiler en un cuartucho detrás de la casa de sus padres, y tuvo pánico de ser una de esas pelotas de Pinball que van dando bandazos sin partida buena. En fin, Adam podía haber sido militar como cualquier otra cosa, porque resulta extremadamente marcial en todo lo que hace.

No fue a Irak (a dios gracias) porque se rompió el esternón en un accidente, pero se quedó con lo bueno del oficio, elegante como él es, anti-woke: "En el ejército, aprendes la esencia de las personas. Ves muchos ejemplos de sacrificio personal y coraje moral. En el resto de la vida no tienes tantas oportunidades para estar seguro de tus amigos", dijo en una ocasión.

Fue vendedor puerta por puerta, fue teleoperador, trabajó en una constructora. Hoy lucha por quedarse sentado cuando las gradas le aclaman en el Festival de Venecia, lucha por no levantarse a saludar como un tolai, lucha por quitarse importancia, y luego se le caen las lágrimas al hombre que nunca llora si no es por exigencias del guion. 

Qué Paterson. Qué Annette. Qué Historia de un matrimonio

Está en flor, Adam, con su nariz de cañería y sus ojos enanos y tintineantes, con sus rasgos demasiado grandes, demasiado adorables, demasiado temibles, demasiado grotescos. Perfectos, al cabo. Llenos de sentido. 

La espalda anchísima, preciosa, torpe, como la del muchacho que creció demasiado rápido y se siente desacompasado con el mundo. La boca como una naranja cortada a cuchillo. Las gafas... como si hubiera nacido con ellas. 

Es más guapo que cualquiera, más guapo que Brad Pitt, incluso, porque lo interesante de la vida nunca genera consenso (¿qué coño sería la belleza entonces: una croqueta? ¿La Constitución?). 

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¿Qué gracia tendrá ser bello? Sólo mola ser monstruosamente bello. Y en eso Adam Driver también es el mejor.