Aunque en España vivamos felizmente ajenos al asunto, Europa vive un momento muy delicado. La guerra ha vuelto al continente y que quede contenida al territorio ucraniano no es algo que pueda ni deba darse por descontado. No se trata de dramatizar gratuitamente, pero ignorar la realidad no ayudará a evitar los peores escenarios ni a posicionar España en el nuevo orden que se está fraguando.   

Entre los temas del menú de la cumbre de la OTAN que se celebra en Vilna, capital de Lituania, tres son particularmente relevantes. La postura militar de la Alianza en el espacio europeo como clave de bóveda de la defensa colectiva, el lugar que debe ocupar Ucrania y la relación con China.

La guerra desatada por Rusia contra su vecino, conviene repetirlo una vez más, no va sólo de Ucrania, ni mucho menos de la región de Donbás, mero instrumento y nunca un fin para Moscú. Así, además del derecho de Ucrania a existir como país soberano e independiente, Rusia está disputando el orden de seguridad europeo y las reglas que lo han sostenido hasta ahora

Militares ucranianos en el frente.

Militares ucranianos en el frente. Reuters

El presidente Putin, guiado por la premisa de que la Federación Rusa es un "Estado-civilización único", continuador de los imperios zarista y soviético, entiende que la soberanía real y no meramente formal es un privilegio del que disfrutan exclusivamente un pequeño y selecto grupo de grandes potencias. El resto de actores del sistema internacional deben acatar su condición de vasallos o, como está comprobando Ucrania, asumir los riesgos de un entorno estratégico moldeado por la fuerza y la confrontación.

Así, a ojos de Moscú, todos los países que se encuentran entre Berlín y Moscú están potencialmente en el menú del nuevo orden que debe surgir de la actual crisis. Una nueva arquitectura de seguridad europea en la que, además, el Kremlin exige que Estados Unidos reduzca drásticamente su presencia en el continente y, con ello, que la OTAN quede desarticulada de facto.

De eso iba el chantaje, en forma de seudotratados, que planteó la diplomacia rusa en diciembre de 2021 como precio a pagar para evitar la guerra contra Ucrania.

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En aquel momento, Putin decidió atacar Kiev convencido, fundamentalmente, de dos ideas. La primera, que los ucranianos no presentarían una resistencia significativa. Cualquier observador mínimamente familiarizado con Ucrania podía intuir que ese cálculo era erróneo. Pero la combinación de sesgos y la propia esencia de un sistema político que premia a quien dice lo que el zar quiere oír y no lo que debe escuchar condujeron a que el Kremlin estuviera firmemente persuadido de lo contrario

La segunda idea era que la reacción occidental sería mínima o inexistente. Y si, como esperaba, Rusia hubiera tomado Kiev en unas horas o pocos días, el cálculo quizá no habría resultado tan errado.

En cualquier caso, la lección clave a extraer es que la incapacidad occidental para generar una mínima disuasión actuó como un fuerte incentivo para que Rusia decidiera invadir Ucrania.

Algunos argüirán que, al no ser Ucrania miembro de la OTAN, el margen para la disuasión era muy escaso y el asunto no era de su incumbencia.

Quizás el margen era escaso, pero, si antes de lanzar su ataque Rusia hubiera recibido un mensaje mucho más firme y contundente, su incentivo y su cálculo de riesgos hubieran sido mucho menos favorables a la decisión de invadir. 

Lo que no cabe argüir, porque es pura ceguera estratégica por mucho que algunos crean que es un análisis realizado desde un frío y pragmático realismo, es que no fuera un asunto de incumbencia de la OTAN o de la UE. La invasión rusa supone una quiebra profunda de la estabilidad del continente y ha puesto fin a la ilusión de que la guerra había sido desterrada de Europa para siempre. Un golpe, ya veremos si mortal, para lo que representa el proyecto de integración europeo. Así que sí, nos incumbe y mucho.    

Pero es que aún hay más. La inclinación europea, singularmente del eje francoalemán, al apaciguamiento constante ante la creciente agresividad de Rusia ha ido alimentando esa percepción y esos sesgos del Kremlin. A la guerra contra Georgia en agosto de 2008 le siguió la propuesta de reset de la administración Obama. A la anexión de Crimea por la fuerza y la operación encubierta en Donbás en la primavera de 2014, la decisión de Alemania de construir el gasoducto Nord Stream 2. Así, la lectura desde Moscú ha sido que a mayor agresividad, mayor recompensa.

Pues bien. Desde hace algunas semanas, algunos expertos rusos de referencia, influyentes en el ecosistema del Kremlin, están coqueteando con la idea de que la mejor forma para acabar con una guerra que está desangrando a Rusia y fragilizando su régimen político (el motín de Prigozhin es sólo un reflejo de esto) es asestando un golpe contra algún país o interés OTAN. Y se asume que si el golpe, sea convencional o nuclear, es lo suficientemente contundente, tendrá un efecto paralizante entre los europeos y, probablemente, en Washington.

De nuevo, la clave no es si en Europa nos parece un análisis sólido o no, sino que de convertirse en la percepción dominante en Moscú, puede incentivar una decisión de ese calado.

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en un acto a su llegada a la cumbre de Vilna.

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en un acto a su llegada a la cumbre de Vilna. Reuters

De ahí, la importancia crítica de lo que se decida en Vilna en materia de postura militar de la Alianza. Entre otros aspectos, la expectativa es que se consolide y articule el compromiso de los aliados de ser capaces de generar una fuerza de 300.000 efectivos en quince días y 200.000 más en seis meses como instrumento básico de disuasión frente a Rusia. Los ciudadanos europeos deben asumir la necesidad de volver a magnitudes de las décadas en las que una guerra convencional a gran escala no resultaba inconcebible. Porque ese es, nos guste o no, el contexto actual.    

Y para que esa postura militar resulte creíble y sostenible en el tiempo, además de declaraciones públicas, debe venir acompañada de un aumento de las partidas dedicadas a Defensa. Y en esto hay varias Europas a distintas velocidades. Polonia alcanzará el 4% sobre el PIB de inversión en Defensa este 2023 y es posible que llegue al 5% en un par de años.

Francia ha anunciado un aumento de más del 40% del gasto en Defensa. Nada sorprendente si, como apunta el presidente Macron, "el futuro de nuestro continente está en juego". Antes de concluir la década, Francia habrá doblado su presupuesto anual y habrá invertido unos 400.000 millones de euros, entre otras partidas, en la modernización de su arsenal nuclear o la adquisición masiva de drones de todo tipo, de los más baratos y desechables a los más sofisticados, y de municiones guiadas de largo alcance. 

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¿Y España, qué? Pues, en el mejor de los escenarios, la previsión es que pase del 1% actual y alcance el famoso 2% de inversión en Defensa para finales de esta década. Pero uno de los mensajes que va a salir de la cumbre de Vilna es que el 2% ya no es el techo de gasto, sino el mínimo del que deben partir los aliados. Y, si queda muy rezagada del resto, será difícil que la voz de España se escuche, y con ella sus intereses nacionales, en la mesa donde se toman las grandes decisiones.  

Puede argüirse, y hay buenas razones para ello, que el gasto en proporción del PIB no es ni el único método, ni necesariamente el más eficaz, para determinar la contribución de un miembro a la seguridad de la Alianza. Pero lo que admite poca discusión es que años de recortes han dejado a las fuerzas armadas en una posición muy precaria y, acaso, insostenible. Y también que se trata de un compromiso adquirido por los miembros de la Alianza en 2006. Es decir, hace más de quince años.

En cualquier caso, Alemania es la incógnita clave a despejar en la ecuación continental. Bajo el paradigma del Zeitenwende ("cambio de era") anunciado por el canciller Scholz, apenas tres días después del inicio de la invasión rusa, la ambición de Berlín es hacer del Bundeswehr la "piedra angular de la defensa convencional en Europa y la fuerza armada mejor equipada del continente". Y para ello, el gobierno alemán ha aprobado un fondo extraordinario de 100.000 millones de euros.

El presidente turco, Erdogan , y el primer ministro sueco, Kristersson, se dan la mano junto al secretario general de la OTAN, Stoltenberg, antes de su reunión en Vilna.

El presidente turco, Erdogan , y el primer ministro sueco, Kristersson, se dan la mano junto al secretario general de la OTAN, Stoltenberg, antes de su reunión en Vilna. Reuters

La otra gran incógnita, y sin duda el asunto que va a acaparar todos los titulares esta semana, es la posición de la Alianza con respecto al ingreso o no de Ucrania. En el momento de escribir estas líneas, la expectativa es la adopción de un compromiso firme para su adhesión futura, pero en ningún caso mientras la guerra con Rusia siga en marcha. La formulación y el compromiso que se adopten tendrán efectos inmediatos en el campo de batalla ucraniano. No es un asunto menor, miles de vidas están, literalmente, en juego.      

Para quienes no sigan los debates con detalle o hayan estado sobreexpuestos a los tuiteros del mundo de lo paranormal, conviene apuntar que la administración Biden es extremadamente cauta y reticente a la adhesión de Ucrania. Sólo los países del eje nórdico-báltico y el Reino Unido están empujando en la dirección de una hoja de ruta clara para la adhesión ucraniana.

Pero no se hará nada si no hay respaldo de Washington. No obstante, para evitar equívocos, y aunque está todo por decidir, todo apunta a que el pilar europeo de la OTAN va a pasar más por Londres y Varsovia que por París y Berlín

El eje nórdico-báltico incluye, por cierto, a los nuevos miembros de la Alianza, Finlandia y Suecia. De su ingreso, caben extraer, al menos, tres lecturas.

La primera es que se trata de las primeras adhesiones de miembros capaces militarmente desde la ampliación de 1999. Es decir, su ingreso refuerza la Alianza.

La segunda es que el hecho de que dos países con una fuerte tradición de neutralidad hayan optado por un rápido ingreso en la OTAN es un buen reflejo de la gravedad del momento y de cómo, en el otro extremo del continente, se vive la situación con mucha mayor urgencia.

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La tercera, y más importante, es que años de divisiones entre los Estados Miembros y un exceso de retórica grandilocuente y pocos avances tangibles han condenado a la UE a la irrelevancia en un asunto tan crítico para los ciudadanos europeos como es el de su propia seguridad. 

Por último, el otro gran asunto que sobrevolará la cumbre es el de la relación con China. Aquí el sentimiento de urgencia es menor y la posición de la Alianza mucho más matizada y aún pendiente de ser definida claramente. El Concepto Estratégico adoptado en Madrid el año pasado es el primero que incluye a China como desafío para la seguridad de los aliados. La participación este año en Vilna de representantes de Australia, Corea del Sur, Japón y Nueva Zelanda es buen reflejo de la creciente importancia del Indo-Pacífico para la OTAN.  

Aquí se dan, de nuevo, divisiones entre los aliados. Francia, y más tras la reciente visita de Macron a Pekín, se muestra muy reacia a un mayor papel de la OTAN en esta cuestión y quizá dispuesta a torpedear la apertura de una oficina de enlace de la Alianza en Tokio. Para el resto de europeos, de esto se deriva el riesgo (como quedó de manifiesto durante la presidencia de Donald Trump) de un progresivo desinterés estadounidense por una Alianza centrada exclusivamente en los asuntos del viejo continente.

Francia contempla ese escenario (y las elecciones presidenciales estadounidenses de 2024) desde la seguridad que le confiere su disuasión nuclear. El resto de estados europeos, salvo el Reino Unido, no pueden permitirse ese lujo. España, claro, tampoco.