A los entusiastas del antisanchismo se les va la garganta y el dinero en las copas de balón y las imprentas, entretenidos como niños con esos eslóganes que, a juicio de Pablo Iglesias, ganan elecciones. Y nada disfrutan más, en realidad, que una intervención filmada donde se pasa revista a las promesas incumplidas y contradicciones del presidente del Gobierno en cinco años de martirio. De la entrevista de Carlos Alsina, sin ir más lejos, sólo replicaron hasta el agotamiento la única pregunta sin respuesta posible ("¿Por qué nos miente tanto, presidente?"), sin fingir un mínimo interés por la opinión del entrevistado.

Pasa lo mismo cuando se preguntan qué le debe Sánchez a Marruecos. Los antisanchistas no esperan una explicación del presidente, un argumento sobre el Sáhara, un minuto para la duda, pues con extender la idea del felón a sueldo —enemigo de la nación, desalmado vendepatrias— basta para el cometido: echar a este y probar con el suyo.

Pero cabe esperar del periodista un poco más, una voluntad sincera de conocer, por ejemplo, los motivos del Gobierno para favorecer los intereses expansionistas de Mohamed VI, traicionar la postura tradicional sobre el Sáhara y posicionarse en el barullo de Argelia y Marruecos. La mitad del tiempo, en cambio, se detiene en los pactos con Bildu, la hostilidad de Irene Montero y los favores al separatismo catalán, y el resto en el submarino. Cuando se asume la relación con Marruecos como un asunto secundario, sale a flote una verdad problemática: la política exterior ni interesa ni se entiende en España. Y así sucede que, como resultado, termina por ser cosa de otros. Las pruebas están en todas partes.

Hace un año, la frontera de Melilla presenció una tragedia incomprensible. A su paso por Nador, cerca de dos mil hombres —mayoritariamente sudaneses y minoritariamente chadianos— avanzaron sin demasiado impedimento hasta la propia valla. Una vez allí, la gendarmería marroquí fue cruel e implacable. En las fotografías, se descubren cuerpos y cuerpos acumulados donde los vivos no se distinguen de los muertos. Las organizaciones independientes cuentan los cadáveres por decenas, al margen de las otras decenas de desaparecidos, y documentan la existencia de fosas comunes donde se enterraron hombres sin nombre, sin sepultura y sin autopsia.

Cuesta creer que Marruecos no pudiese hacer más por evitar la tragedia, y asaltan las sospechas de que no sólo se negó a evitarla, sino que deseó que sucediese, a la vista de la energía destinada a titular el episodio como "la masacre de Melilla", como una matanza de migrantes en España.

Entra en lo esperable que el régimen de Mohamed VI proyecte la imagen de dos ciudades españolas problemáticas, ingobernables, y la urgencia de aplicar la solución que ahorrará más disgustos a Europa: rendirlas a Marruecos. Lo que sorprende es que, movidos por la docilidad o la inocencia, los medios españoles contribuyan a la propaganda del enemigo. Con una búsqueda rápida de Google ("masacre" + "Melilla") comprobarán cuántos compraron la mercancía, y cuántos advierten lo que está en juego.

Quizá Sánchez pensó que la colaboración de Marruecos sólo es posible a fuerza de renuncias, como si la historia no estuviese llena de ejemplos que lo contraindican. Pero conviene salir de dudas. En la curiosidad entendible por las astucias y vanidades de un presidente se pierden oportunidades para descubrir sus planes para España. Escasean las preguntas sobre Marruecos, ni por asomo sobre la estrategia para China o los objetivos durante la presidencia europea, para relajación del presidente Sánchez y el candidato Feijóo, a la cabeza de todas las encuestas.

El tiempo avanza entre episodios que en uno o dos días caerán en el olvido y entre miserias de barrio que no conducen a nada. Y al tiempo que la Rusia de Putin cae lentamente en una guerra civil, a desafío de los hombres de Prigozhin, Sánchez se dedica a sembrar el pánico sobre la derecha, sin espacios reservados a los paramilitares de Wagner que agitan el avíspero del Sahel para amenaza de los españoles —o de cualquiera, si accede a las armas nucleares—. 

España no sólo se desentiende de su papel en Europa o el mundo, con una guerra caliente en el continente y otra fría, con un escenario demográfico preocupante y una población empobrecida, pese a los indicadores macroeconómicos. España se desentiende de España, como un protagonista sin escena, cuando los tiempos exigen liderazgo y atrevimiento, y ni Sánchez ni Feijóo ofrecen demasiadas soluciones. Tampoco asoman muchos españoles por la labor de rogar un esfuerzo y pensar el país que quiere ser, aun a riesgo de convertir España en el país que otros quieren que sea.