La vertiginosa escalada internacional de la polémica por los cánticos racistas contra Vinicius en apenas 48 horas invita a reflexionar sobre algunas dinámicas tóxicas que contaminan nuestro debate público.

Y no me refiero a la supuesta ubicuidad del odio xenófobo que habría aflorado en el fútbol español y en España en su conjunto. La realidad más inquietante es la de una esfera pública en la que una conjunción tormentosa de actores y tecnologías ha sustituido la deliberación política por la histeria tribal

La estatua del Cristo Redentor en Río de Janeiro, con sus luces apagadas como gesto de solidaridad con Vinicius, este lunes.

La estatua del Cristo Redentor en Río de Janeiro, con sus luces apagadas como gesto de solidaridad con Vinicius, este lunes. Twitter / @vinijr

La precipitación es hoy el vicio distintivo de nuestras democracias digitales. En la era de la opinión globalizada, un par de veinteañeros valencianos con pulsiones trogloditas pueden acabar desencadenando una crisis diplomática con el gobierno brasileño. Un vídeo con el contexto amputado de un ritual de apareamiento entre estudiantes de un colegio mayor puede terminar inspirando una campaña del Ministerio de Igualdad. Y que una actriz jubilada contrate un vientre de alquiler es capaz de hacer que se reabra un debate parlamentario sobre la gestación subrogada y que el principal partido de la oposición revise su postura sobre el asunto.

A muchos no parece inquietarles que se esté fraguando un esquema comunicativo en el que la conversación pública y el proceso político (y la aplicación del poder coercitivo, en último término) siguen las directrices y los automatismos de campañas tuiteras orquestadas por guerrillas virtuales de lunáticos.

El caso más palmario y sangrante de cómo la agenda política y social ha prescindido de las autoridades hermenéuticas (los periódicos, los jueces o los expertos) y ha asumido plenamente la lógica emotivista y reactiva de las redes sociales lo hemos tenido este martes.

La Policía Nacional anunciaba (en un tuit) que se había arrestado a cuatro jóvenes por "#delitodeodio contra el jugador de #fútbol @vinijr" (sic). El vídeo adjunto mostraba una escenografía más propia de la desarticulación de un comando yihadista o de una banda de narcotraficantes que de la detención de unos descerebrados aficionados al vudú callejero.

Y hay elementos grotescos en este movimiento más allá de una épica puesta en escena muy en sintonía con nuestra sociedad del espectáculo, en la que una imagen de contundencia vale más que mil palabras ponderadas. ¿Qué sentido tiene, más allá de ofrecer un sacrificio visible para apaciguar a la turba enfurecida, proceder a las detenciones cuatro meses después de los hechos que se les imputan?

Cuesta evitar las suspicacias de unos arrestos con motivación política cuando estos se producen en pleno fragor de la escandalera mediática por los insultos a Vinicius en Mestalla. Y más cuando la intervención policial (y no digamos su publicación en redes sociales) fue completamente innecesaria. ¿A santo de qué, teniendo a los acusados identificados, se les somete engrilletados al paseíllo público, cuando en cualquier otra situación sin tal presión televisada habrían recibido, probablemente, una citación judicial?

Las detenciones en función de trending topics son sólo uno de los rasgos que acreditan la peligrosa pendiente resbaladiza en la que se han situado los poderes públicos cuando no son capaces de sustraerse a la marejada de la indignación. El Estado de derecho se resiente cuando las autoridades sustituyen los criterios de proporcionalidad por los de oportunidad.

Plegarse a las presiones mediáticas y al clima de opinión del momento lleva a equivocar la justicia con la ejemplaridad, y abre la puerta a que la actuación administrativa incurra en manifestaciones de arbitrariedad y parcialidad.

Queda patente también el desequilibrio de fuerzas y la capacidad de influencia en las narrativas sociales al reparar en que, asentada la polvareda, el Real Madrid ha conseguido de un día para otro modificar la estructura arbitral. Y forzar cambios de las designaciones en el VAR y cerrar una grada durante cinco partidos (cuando estas sanciones suelen tardar meses en imponerse), así como dejar sin efecto una tarjeta roja por agresión, que normalmente lleva aparejada una penalización de tres partidos.

Genera asimismo estupefacción comprobar cómo los más vehementes patriotas están dispuestos a abonar un relato de racismo estructural que no sólo menoscaba la respetabilidad del fútbol español, sino la de su país entero.

[El Gobierno no ve necesarias nuevas normas para combatir el racismo en el deporte]

En el caso Vinicius confluyen el fundamentalismo identitario de los apóstoles de la interseccionalidad con el sectarismo cerril de hinchada. Y verdaderamente pasma que la afición madridista no advierta la trampa de la diversidad que subyace al lema de la portada de Marca (una de las terminales que más ha contribuido a fraguar la campaña propagandística) y que reza "no basta con no ser racistas, hay que ser antirracistas". O sea, deslizarse desde el lógico rechazo de la xenofobia al asentimiento a la diarrea ideológica woke importada de ultramares.

Y, mientras tanto, distintos grupos de presión haciendo caja, camuflando la promoción de sus intereses privados con la retórica de la salvaguarda del bien común. A pocos parece causarles sorpresa ver a Florentino Pérez y a Irene Montero en el mismo barco del Black Lives Matter. Esta última, llegando a pedir "tramitar ya la Ley contra el Racismo".

Las perturbaciones que trae el efecto multiplicador de las tecnologías comunicativas y una conversación (inter)nacional desbocada y disparatada llevan a la improvisación en las políticas públicas (como la habilitación de un teléfono contra el racismo por parte del Gobierno), al abandono a la tentación de legislar en caliente y al señalamiento desde los poderes públicos de ciudadanos particulares. ¿Cómo malograr esta oportunidad de oro para achacar a Ana Rosa y a Santiago Abascal los insultos racistas a Vinicius?

Elías Ahúja, Ana Obregón, Vinicius. El asunto que trae el temporal cada semana es lo de menos. Lo más grave es haber alumbrado un escacharrado correaje para la conversación pública en la que en dos días se consuma un itinerario que va desde un par de energúmenos en Valencia, al plató de Pedrerol y Ferreras, y de ahí al pronunciamiento del presidente del Gobierno.

Es el tétrico triunfo, en fin, de la política del automatismo, la viralidad y la urgencia.