La primera vez que vi a Sollers fue en 1977. Era un hombre magnífico y glorioso. Se había codeado con Bataille y con Breton. Foucault y Derrida habían esperado en el umbral de la casa de Tel Quel. Mauriac y Aragon, es decir, el Vaticano y el Kremlin (como a él le gustaba llamarlos), se habían disputado el honor de haber sido los primeros en descubrirlo y bautizarlo. Había experimentado los límites y el infinito.

El escritor Philippe Sollers.

El escritor Philippe Sollers.

Conocía la excepcionalidad hecha ley que son los escritores. Estaba en uno de los periodos más productivos de su vida, y al mismo tiempo, en el que menos publicaba. Y ahí estábamos, varias tardes seguidas, en la parisina rue des Saints-Pères, en un piso vacío y blanco que estaba encima de un pub inglés donde, en los años siguientes, tramaríamos más de una conspiración: yo leyéndole el manuscrito de La barbarie con rostro humano. Él intentando convencer a un joven al que no conocía de nada de que no se dejase editar por un tal Jean-Edern Hallier al que conocía demasiado bien (¿acaso no era el director de L'Idiot International, un diario izquierdista francés, el eterno gran enemigo que en otra vida hizo todo lo posible para enviarlo a un jebel, a la guerra de Argelia a que lo cosieran a balazos?).

Así comienza nuestra historia.

Ahí nació una amistad, intensa, sin nubarrones, que no imaginamos que fuese a durar toda una vida.

***

La última vez que hablé con él fue una mañana de hace un mes, por teléfono. Habrá, en la última semana, otra última vez. Pero en realidad él ya no estaba ahí.

Abdel, su fiel cuidador, tuvo que ponerme en manos libres para que Sollers pudiese oír, sin ser capaz de responder más que con un resoplido y un suspiro, las palabras de consuelo que uno pronuncia en momentos como esos.

Por lo que, en verdad, la última vez fue la de aquella conversación de hace un mes.

Entonces aún estaba en sus cabales. La voz clara, con buen ritmo, aunque con un timbre particular y rejuvenecido. Aquel día hablamos de las mil naderías que siempre nos han hecho felices.

Los buenos y los malos...

Los muertos vivientes y los que no han muerto del todo...

Aquel ínfimo episodio de la guerra del gusto y el demonio... Tal o cual movimiento de tropas, sobre el terreno, en la batalla que libra el mundo para no acabar en libros bonitos... La estupidez que crece y crece, como en los días del RIRA (por sus siglas en francés, la Agrupación Internacional de Respuesta contra el Analfabetismo)...

El Montalembert, donde ya no lo veo por las noches con Josyane Savigneau.

La Closerie, donde los jóvenes discípulos en busca del Gran Escritor merodean en vano desde hace semanas.

Y luego su novela, en proceso, que tiene intención de terminar.

Ese día, Sollers no está dispuesto a tirar la toalla.

Un hombre vivo como él no debe, en su mente, morir.

***

¿Y qué sucede entre estas dos fechas?

Admiración.

Lo admiraba todo de él.

Su maestría.

Su talento.

Su virtuosismo sin par desde, precisamente, Aragon. El golpe de efecto que fue H.

De Paradis a Femmes, luego a su autorretrato como Vivant Denon y a los libros en movimiento del final, su genialidad para hablar de sí mismo reinventándose.

Su valentía.

Su culto a la libertad y su rechazo, como decíamos cuando éramos jóvenes, a ceder en su deseo (¿acaso he conocido alguna vez a un escritor más insolentemente libre y soberano que él?).

Su gusto por la vida apartada, pero sin retirarse del todo; su desdén hacia París, pero sin ceder a la tentación de irse a Ré (estaba Giges, el guerrero rey de Lidia, a quien un anillo mágico podía hacer invisible; pero ¿acaso Sollers no era el anti-Giges? ¿Acaso no era un anillo de visibilidad lo que llevaba en el dedo y que, al mostrarlo, lo hacía invisible?).

Su voluntad de decirlo todo, pero de ser celoso en lo esencial.

Su costumbre, cuando estaba entre amigos, de intercambiar secretos, pero nunca confidencias.

Su generosidad sin límites cuando leía los libros de sus compañeros y levantaba el teléfono cada treinta páginas para expresar su entusiasmo.

También su constancia.

[Muere el escritor francés Philippe Sollers a los 86 años]

Sí. Este hombre al que se le ha reprochado su ligereza, sus palinodias, su transición de Mao (el canal histórico de los jesuitas y de Matteo Ricci) a Moisés (la tendencia de la Iglesia católica, apostólica y romana) ha sido fiel, toda su vida, a unas pocas pasiones que nunca ha abandonado: el ateísmo social y el gusto por el malentendido; la convicción de que escribir no es un derecho ni un deber, sino que la literatura ostenta todos los poderes; el amor a Francia, aun con moho, pero con pasaporte británico y bajo bandera europea; Julia, Dominique; el sentimiento de que Dios está, pero no existe; la certeza de que el Diablo no es el Maligno, ya que es la necedad misma, el mal gusto, la ignorancia; el eterno retorno a Venecia, que a veces escribía Veni etiam (vuelve, vuelve, vuelve una vez más); la convicción de que un escritor tiene varias vidas (la oficial, la interior y luego la subterránea que continúa después de la muerte).

Algún día volveré sobre todo esto.

Diré cuáles son las esas "pequeñas cosas" que, por hablar como uno de sus contemporáneos cuando murió Braque, ya no hablaré con nadie.

Hoy el dolor ocupa su lugar.