Este 5 de mayo, la OMS decretó el fin de la emergencia internacional por la Covid-19. Ya es oficial lo que de manera oficiosa dábamos todos por hecho desde hace meses. En España, el uso de la mascarilla sólo es necesario ya si entras en un centro de salud o una farmacia. No dudo que en unas semanas esto pueda volver a cambiar y nos encontremos ante una nueva normalidad demasiado parecida a la vieja normalidad de siempre, esa que echamos tanto de menos durante los meses de confinamiento y que ahora, por arte de magia, volvemos a vivir como si nada hubiera pasado.

Un paramédico con traje protector en Kazajstán.

Un paramédico con traje protector en Kazajstán. Reuters

Pero, como filósofo, es necesario para estar en paz conmigo mismo que pregunte en voz alta qué hemos aprendido de esta primera peste del siglo XXI que nos ha regalado la nada despreciable cifra de 20 millones de muertos (sabemos que esta cantidad crecerá durante los próximos años, cuando los gobiernos saquen a la luz los muertos que los gobiernos anteriores metieron debajo de las alfombras).

Por recapitular, hemos descubierto que la globalización no era tan global como imaginábamos. De hecho, tendríamos que renombrar este término, porque cerradas las fronteras de China durante los primeros meses de la pandemia, ni hidrogeles, ni mascarillas, ni respiradores, ni mil cosas más necesarias para el día a día durante la pandemia estuvieron al alcance de nadie en el resto del mundo.

Descubrimos también que Europa, salvo coches, no fabrica nada que se pueda cargar en un contenedor y mandar a la otra punta del mundo. Que éramos totalmente dependientes de China. ¿Ha cambiado esto?

[Fernando Simón dice que "pronto" se eliminará la mascarilla en residencias, hospitales y farmacias]

Vimos como en todos los países las acciones de los distintos gobiernos fueron básicamente iguales, a pesar de tener ejemplos manifiestos del fracaso de esas acciones. Primero hacían un llamado a la calma, negando lo que ya era una realidad en otros países. Después titubeaban, dudaban, confundían y trastabillaban. Finalmente, demasiado tarde en la mayoría de las ocasiones, apelaban a la responsabilidad social a golpe de estado de sitio, excepción, emergencia o como quiera que se diga, cuando las morgues y los hospitales ya no sabían dónde meter a sus muertos.

Pasada la primera ola, todos los analistas concluyeron que lo peor ya había pasado, que habíamos aprendido a lidiar con la enfermedad, que sólo había que replicar el mismo modelo de contención y esperar que amainara la tormenta.

Y con el fin de la primera ola llegaron nuevamente los titubeos y la laxitud. Y descubrimos que apelar a la responsabilidad social mientras intentas incentivar el consumo no funciona. Y tras la primera vino la segunda ola, y tras esta una tercera, hasta la décima. Y los gobiernos jugaron a salvar la economía a golpe de soportar muertos. 100.000 sólo en España, oficialmente. Un macabro juego de equilibrio que se jugó en todo el mundo.

Y viendo que solos no podíamos salir de este círculo vicioso, recurrimos a la ciencia. El deux ex machina de toda mala película de ciencia ficción podía salvarnos una vez más, como si de una producción de Hollywood se tratara. Así todos nos hicimos expertos en vacunas, en laboratorios farmacéuticos, en procesos de homologación y verificación, en medicina experimental ("¡este está en fase dos!", "¡este necesitará transportarse a -75°!", ¡los rusos, los rusos, que vienen los rusos!).

Y, claro, charlatanes y mercachifles hicieron su agosto vaticinando la implantación de chips, avisando de que la Covid-19 era una plandemia para controlarnos a todos, de lo bueno de beber lejía o agua oxigenada. Lo de siempre.

Y llegaron las vacunas. Pero no a todo el mundo, por supuesto. Porque si Jorge Manrique nos hablaba del poder igualador de la muerte, Adam Smith nos hizo recordar el poder diferenciador del dinero a la hora de comprar la vida. Hasta la OMS tuvo que pedir a los países más ricos que no acapararan el suministro de vacunas.

Pero, a pesar de las siempre buenas intenciones de los países desarrollados, y gracias al poder del dinero, estos tuvieron la mitad de los muertos que aquellos que no disponían de los recursos suficientes. Algunas fuentes calculan que una de cada cinco muertes se podría haber evitado en los países más pobres si se hubieran alcanzado los objetivos de reparto de vacunas que planteaba la OMS.

Hoy, cuando vemos que no hay Covid que frene una guerra como la de Ucrania, o las otras tantas que están repartidas por el mundo.

Hoy, cuando China está dispuesta a desbancar a Europa en la fabricación de coches y acapara la producción de baterías para cualquier ingenio eléctrico que se pueda fabricar en cualquier país del mundo.

Hoy, cuando nuestros mayores suman más vacunas contra la Covid que arrugas en la frente.

Hoy, cuando el precio de la electricidad y de todo lo necesario para la vida es una bestia que nos tiene arrinconados.

Hoy, cuando estamos en campaña para las elecciones del 28 de mayo y la población está más polarizada y desmotivada que nunca.

Hoy, cuando aquellos que vayan a votar lo harán con el hígado en la mano y en contra del otro, y no en pro de intereses comunes.

Hoy, que hace unos días que la OMS decretó el fin de una pandemia que parece que nadie recuerda.

Dime, ¿qué hemos aprendido?