El día del Magariños le dieron la palabra a un chico de 20 años. Fue vapuleado por un pasaje determinado del discurso. Pero a mí me llamó más la atención el arranque. "Creo que en este país no se nos da la voz [a los jóvenes] ni se nos da la consideración que nos corresponde". No pude evitar pegar un respingo. Vamos teniendo una edad.

Que ya no podemos llamarnos jóvenes se nota especialmente por cómo miramos a los que en este momento sí lo son. Intento imaginar un mitin político de esa envergadura que cediera micrófono a un veinteañero de cuando yo era veinteañero. No lo consigo. Si dejaban salir a alguno de los de juventudes era porque frisaba ya la treintena.

No es la única parcela de la esfera pública en la que sucede. Proliferan personalidades jovencísimas que sientan cátedra en los medios con aplomo envidiable. Así es la generación que pasó la adolescencia entre redes sociales. A su edad, nosotros, que rara vez nos habíamos visto y oído en alguna grabación familiar infame, apenas habríamos podido sacar un hilo de voz.

Y, aún así, el reproche. El bisoño suele pensar que todo lo que le ocurre es inédito en la Historia de la Humanidad. La novedad es que ahora los adultos le dan la razón. Súmese a esto el prestigio social que ha alcanzado la condición de víctima. El resultado es un cóctel letal en el que hasta los más reconocidos necesitan mostrarse como represaliados por el sistema. Los ejemplos se han acumulado en cuestión de pocos días.

Un periodista se lamenta en la cadena de radio más escuchada de España: su posicionamiento ideológico le ha "cerrado puertas". Quedarse en el titular es hacerle un favor. Si se va más allá se descubre que la queja tiene su razón de ser en la ausencia de ofertas para protagonizar campañas de publicidad. La principal angustia del informador español medio: este mes tampoco llego que no me ha caído ni un solo anuncio. Podríamos detenernos a analizar el listado de trabajos y colaboraciones (no precisamente mal pagadas) que ha llegado a acaparar al mismo tiempo. Pero, afortunadamente, esa molestia ya se la tomó Cristian Campos.

La musa comunicativa de la generación Z merece 15.000 euros de la televisión pública estatal por tres noches de trabajo. Quien se mueva en el audiovisual puede pensar que es una cifra algo alejada del mercado. Pero la protagonista consigue transformar la noticia en una queja. ¿Cómo es posible que Mónica Naranjo, cantante con décadas de experiencia y gancho taquillero a ambos lados del Atlántico, cobrase mucho más que ella por el mismo trabajo?

Millennials descubren el caché. Es ilustrativa esa condescendencia que los amagos de celebridad de nuevo cuño exhiben con los últimos representantes de la fama de antaño. Esa que trascendía el nicho al que iban dirigidos sus trabajos y que debía mucho a la universalidad de la televisión en abierto como instrumento de entretenimiento del conjunto de la sociedad. "Burbuja sólida" deja de ser una contradicción en sus términos para describir la cámara de eco en la que viven estos nuevos famosos que pueden ser auténticos ídolos, pero sólo en un segmento muy concreto y no necesariamente numeroso del público general.

A todos ellos ha dado una lección David Bisbal. Dos décadas al máximo nivel en todo el mundo de habla española. Haría mal el que ose mirarle siquiera unos milímetros por encima del hombro. Su última viralización es el mejor ejemplo de alguien que sabe a quién le debe su lugar en el mundo. Él nunca nos levantaría el dedo índice ni se erigiría en protagonista de algún monólogo victimista. En lugar de eso espeta a unos fans: "¿Cómo están los máquinas? Lo primero de todo". Lo hemos visto tantas veces ya que es difícil no sentirse apelado por la pregunta. Pues mira, David, leyendo según qué cosas, los máquinas estamos un poquito regular.