De un tiempo a esta parte, las manijas del reloj vienen girando a otra velocidad, hasta ajustar el mundo a su angustiosa medida y no al revés, como suele ocurrir cuando los trastos se escacharran.

Un campesino español del siglo XIII vivía, en lo esencial, igual que un campesino del XVIII. Pero el mundo de un abuelo español del XXI es abrumadoramente distinto al que conoció de niño, hace un suspiro. Y si abre el periódico, quizá en el teléfono que es cámara, televisión y cartero, encuentra noticias para la desgracia y el desconcierto. Al cierre de la oficina del banco, al sistema farragoso y robotizado de atención médica, se incorpora el fin de los prospectos impresos de los fármacos.

El paracetamol y la viagra vendrán, vaya, sin otra alerta de consejos y contraindicaciones que un código QR, como si no fuera esa mancha negra sobre blanco otra frontera inescrutable de una vida más ecológica y austera, pero menos tangible, menos sólida.

En la perspectiva económica de las cosas se ignora que el protagonista pasará a olvidado, como ocurre en Babylon. Y el olvidado, querido amigo, serás tú.

De poco servirá recordarlo cuando los teléfonos inteligentes viren en cómica antigualla, cuando el wifi y el teclado decaigan en anécdota de la prehistoria, y andes más perdido que un sordo en un dictado. El tiempo nos recoge a todos, así que conviene mantenerlo presente: tú serás el abuelo que refunfuña, aleja la vista y maltrata con el dedo índice la pantalla.

Quizá el pecado original del progresismo sea este acelerar las manijas a toda costa, este matar lo vivo para resucitarlo al antojo, con vocación divina. La generación del cuidado desprecia, en el nombre del progreso, lo verdaderamente sagrado que hay en el hombre (y la mujer): quienes estuvieron antes que nosotros, a quienes debemos este ser más o menos sufrido, pero ser, al fin y al cabo.

Entre los largos soliloquios de la moción de censura, con el catedrático Ramón Tamames como candidato, se escucharon las tesis del nacionalista Gabriel Rufián: "Hace cuarenta años, Juan Carlos I era muy campechano y quería a su mujer. Hace cuarenta años, Juan Pablo II era un Papa muy majo, de una Iglesia que no tenía casos de pederastia. Hace cuarenta años, Arévalo hacía chistes sobre homosexuales, sobre negros, sobre maltrato a las mujeres. No estábamos mejor".

Apelo a Douglas Murray: "Ser amable con la historia y tratar de comprenderla es una súplica al futuro para que también sea amable con nosotros". Porque la debacle moral del progresismo parte, entre otras cosas, de volver la vista atrás y sólo encontrar ruina, depravación y barbarie.

Pudo alegar Rufián que, hace cuarenta años, Juan Carlos I engañó a la reina y abusó del poder concedido por la Corona. Pero detuvo un golpe de Estado y asentó la democracia en España. Pudo matizar Rufián que Juan Pablo II encubrió (supuestamente) los abusos a menores de los obispos. Pero contribuyó a la paz en el mundo y a la liberación del pueblo de Polonia, subyugado por la Unión Soviética. Y pudo escoger Rufián, si no es mucho pedir, un cómico más ajustado a los 80 que Arévalo. Qué sé yo, ¿Eugenio?

Pero no lo hizo, por lo que fuera. Y si el servicio de Juan Carlos I y Juan Pablo II a España y Polonia vale menos que cero, si el catedrático Ramón Tamames apenas merece un dedo levantado y una mofa sobre la vejez ("me da la sensación de que no se entera de nada"), ¿en qué queda el legado de un servidor pasajero de la burguesía catalana?