Se cumple el primer año del estreno de la superproducción bélica de la invasión de Ucrania. Una película en tiempo real protagonizada por un jefe de Estado devenido sucedáneo de Hitler o Stalin, el papel que la Historia reserva para los autores de crímenes de guerra, y un actor de verdad encarnado en presidente de un país destruido por las bombas de una potencia mesiánica.

El presidente ruso, Vladímir Putin, llega a la Plaza Roja de Moscú para asistir al desfile militar con motivo del Día de la Victoria.

El presidente ruso, Vladímir Putin, llega a la Plaza Roja de Moscú para asistir al desfile militar con motivo del Día de la Victoria. EFE

En las cenizas de la pandemia asistimos a esta escenificación de lo que Europa tanto temía durante la Guerra Fría. Un conflicto que amenace con desencadenar una Tercera Guerra Mundial, que parecía un mito de espías y se ha vuelto un latiguillo de barra de bar.

Nunca ha estado tan cerca esa posibilidad que parecía remota en un mundo plagado de armas nucleares en manos de líderes lunáticos que se jactan, como el lobo de Lafayette, de abordar la guerra que nadie puede ganar y nunca se debe librar.

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Acaso por eso, porque no ha llegado la sangre al río con una guerra mundial, debamos hablar, sin contradecirnos, de un año de guerra y paz.

Este es un rinoceronte gris en toda regla. Los rinocerontes grises, a diferencia de los cisnes negros, son riesgos altamente probables. La pandemia era un caso paradigmático de semejante eventualidad cantada, pues todos temían que llegara y no hicieron nada por evitarlo.

La guerra de Ucrania está siendo una invocación a grito pelado de la catástrofe innombrable. Como nunca antes, se pregona a los cuatro vientos que viene el coco. El armagedón nuclear, dijo para más señas Joe Biden, que llegó al poder como un niño anciano contando las verdades del barquero y que metió el dedo en el ojo del ruso: "Putin es un asesino".

Un año es un año. Hemos contenido la respiración más de una vez temiendo la gota que colmara el vaso de la paz a punto de rebosar. Aquel vaso que llenaron juntos yanquis y soviéticos en tiempos de Reagan y Gorbachov, en 1987, con un tratado de destrucción de armas nucleares que ahora se nos antoja una novela moralizante de Jane Austen.

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Y al cabo de este tiempo, seguimos como al principio. Atentos a la pantalla, viendo una película de misiles volando de Corea al mar de Japón o de bombardeos perpetuos de ciudades ucranianas.

Biden abrazó a Zelenski en Kiev poco antes del aniversario bajo los peores presagios de una traca de bombas de Putin tras el discurso a la nación y días y años difíciles por delante.

Su visita, peligrosamente simbólica, lejos de calmar el desasosiego, confirmó el temor al abismo. La Guerra Fría ha vuelto con fuerza a un mundo herido por la pandemia. La guerra será larga. Occidente arma y protege a Ucrania, y China está en un tris de hacer lo mismo con Rusia.

Los dos bloques tensarán la cuerda hasta donde el precipicio suspenda el suelo bajo sus pies.