Las imágenes, los testimonios y algunas informaciones que se recaban con rapidez permiten tener pronto un relato de los hechos algo más que aproximado. Un hombre con antecedentes psiquiátricos, no necesariamente incapacitantes, pero sí con el peso suficiente para afectar a su equilibrio mental, acuchilla de manera alevosa a otro hombre que nada le había hecho, salvo profesar una fe que lo convierte en objetivo con arreglo a una versión extrema del islam que suscribe el asesino.

Imagen del funeral del sacristán asesinado por el yihadista en Algeciras.

Imagen del funeral del sacristán asesinado por el yihadista en Algeciras. Europa Press

El difunto, sacristán de una iglesia, tiene familia y era un hombre conocido en su comunidad, donde existe una diversidad de creencias que conviven en paz y armonía, según atestigua al día siguiente su párroco. Subraya el sacerdote que incluso los musulmanes del barrio suelen acudir a la parroquia, donde se benefician de la acción asistencial que Cáritas desarrolla allí.

A partir de estos hechos y este contexto, da comienzo el carnaval. Un líder político no tarda en aprovechar el crimen para cargar contra la inmigración y contra la comunidad musulmana, a la que responsabiliza a bulto de la muerte del sacristán.  

Otro líder aprovecha los hechos para señalar en qué medida son dispares las religiones monoteístas a la hora de empujar al homicidio a quienes las profesan, cuidándose de dejar sentado que la suya propia es menos sanguinaria que la del asesino.

Otros líderes esquivan meticulosamente la circunstancia de la inspiración yihadista del asesinato, manifiesta no sólo por la condición de la víctima o por la apelación al nombre de Alá, con arreglo a la visión patológica de la divinidad de esa corriente del islam. Sino también por el modus operandi, que se ajusta a las directrices impartidas por sus ideólogos e instigadores.

En cuanto al presidente del Gobierno, se refiere a la víctima como alguien que "ha fallecido". Lo que podría no tener mucha importancia, si no fuera por la intensidad de la carga valorativa que desde medios gubernamentales suele emplearse para aludir a otras muertes, que tal vez se desea visibilizar más que esta.

La suma de todas estas reacciones produce en cualquier persona que no haya perdido por completo la humanidad y una mínima jerarquía de valores un desagrado y desánimo que fácilmente se convierten en desolación. La que corresponde en una sociedad donde la muerte injusta de uno de sus miembros mueve menos a sus portavoces y dirigentes a la solidaridad y la compasión hacia quien ha perdido la vida —y hacia su familia— que a aprovechar la ocasión para llevar el agua a su molino.

¿Tanto cuesta, de verdad, reconocer que un asesinato es un asesinato y llamarlo por su nombre? ¿Tan difícil es, en serio, no confundir la crueldad de los individuos con la de los pueblos o las feligresías? ¿Y más cuando no hay Dios en cuyo nombre no se haya derramado alguna vez la sangre de seres inocentes? ¿Tan inconveniente se considera señalar el hecho de que un hombre alterado es más peligroso cuando está expuesto a predicadores que extienden el odio sin que acertemos a contrarrestarlos?

Cuando una sociedad tiene un problema, y ese problema puede conducir a que un ciudadano pierda la vida de manera absurda y brutal a manos de un exaltado, es tan estúpido y tan peligroso ocultarlo como extenderlo indiscriminadamente a todo el que pase por allí y no representa ningún riesgo. La sociedad española, las sociedades europeas, deben abordar la cuestión de la radicalidad islámica con inteligencia y altura de miras. Ni el espíritu de la Reconquista ni la negación resuelven nada.

En medio del despropósito, es admirable la reacción de la comunidad afectada, Algeciras, expresada por el párroco que perdió a su sacristán, el alcalde de la ciudad y el vecindario, de fe católica, musulmana o sin fe alguna. Aprendan los otros.