Nora Ephron fue niña en la década de 1950. No hace falta citar a Rilke para afirmar que sabía cómo se hablaba entonces. Sesenta años después, se mostraba indignada porque en las películas ambientadas en esa época se dijeran tacos. (Lo cuenta con mucha agudeza en No me acuerdo de nada, el libro casi póstumo de 2010 que acaba de editar en España Libros del Asteroide).

El enfado se explica en buena medida por uno de los lastres de la producción de ficción contemporánea: intentar encajar el pasado en el molde del presente. Pero Nora Ephron sabía que a mediados del siglo pasado todavía se respetaban los registros del lenguaje.

El diputado socialista Felipe Sicilia el pasado jueves en la tribuna de oradores del Congreso.

El diputado socialista Felipe Sicilia el pasado jueves en la tribuna de oradores del Congreso. EFE

Sí, hombre. Si nos lo enseñaron en 3º de la ESO. Formal, coloquial, vulgar… Las etiquetas importan poco porque la idea general se capta rápido. Es aquello de que no hablas igual pronunciando una conferencia que en el bar con los amigos. No recuerdo una lección en toda la Secundaria que teorizara sobre algo que tuviera ya tan contrastado en la vida diaria.

No hay una única manera de hablar. Hay varias de las que vamos echando mano en función de las necesidades de cada momento. No es tan difícil acertar. Ni la clienta habitual de un salón de té con el meñique más estirado nos va a reprochar una maldición si se nos cae un jarrón en el pie. En el otro extremo, algo falla cuando en un grupo de amigos se tiene que interrumpir el relato cotidiano de las miserias laborales para preguntar en voz alta en qué momento empezamos a hablar como politólogos televisivos. 

Este cambio de paradigma es especialmente sensible en los medios de comunicación. El pilotito rojo no indicaba solo que se estaba ya en el aire o grabando lo que se dice ante la cámara o el micrófono. Actuaba como un clic que cambiaba automáticamente el citado registro del lenguaje. No se hablaba igual en la conversación informal previa que en la que ya forma parte de la que va a presenciar el público. Era una simple cuestión de respeto hacia éste.

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De ahí que las tomas falsas resultaran tan divertidas hace décadas. Veías a las figuras expresarse de una manera totalmente diferente a la que estabas acostumbrado. Podía caerse en el tópico cursi de que les humanizaba. Depende de qué tipo de humano. El lenguaje cercano no tiene que equivaler a un encadenado de vulgarismos. 

No vamos a pedir que se hable en la radio como en los tiempos de Bobby Deglané. (-“¿Señora o señorita? / –Señorita / - ¡Pues será porque usted quiere!”). Pero pasarán los años y seguiremos pegando un respingo cada vez que escuchemos algunas de las expresiones que se emplean en los pódcast que acoge la casa decana de la radiodifusión española. El formato conversacional se ha confundido, en ocasiones, con las charlas de bar entre amigos que se usaban como contraejemplo en las aulas de hace 25 años. Ya sólo falta el eructito. 

Los representantes del pueblo se han esforzado en ejercer como tales. La llegada a las cámaras de “la gente”, a partir de 2015, permitió que “me la bufa” (sic) pasara a formar parte de un Diario de Sesiones. En algunos plenos, las croquetas han sido el único elemento diferenciador entre el hemiciclo y el vecino bar Manolo. 

Rompemos una lanza por los registros del lenguaje. Lo hacemos con la energía y la teatralidad del que sabe que su gesto será en vano. El terror es qué veremos, ya decrépitos, en las películas ambientadas en nuestra infancia. 

Resumiendo, que a ver si empezamos a hablar un poquito mejor. Joder. Perdón. Es que se me ha caído un jarrón en el pie.