En España no queda ya un solo gesto que no haya sido medido con escuadra y cartabón. Que Vox cornee a Irene Montero con una gañanada de palillo y vasotubo no es un ojo por ojo destinado a "equilibrar" el campo de juego, sino la puesta en marcha de una estrategia electoral que pretende enviar a Feijóo a la enfermería, aunque eso saque a Pedro Sánchez a hombros por la puerta grande de las elecciones de mayo de 2023.

Porque sólo eso hará que Vox pueda recuperarse del coma de las andaluzas y superar su tóxico divorcio de Macarena Olona.

El presidente de Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en el XXVI Congreso de la Internacional Socialista.

El presidente de Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en el XXVI Congreso de la Internacional Socialista. EFE

Que Pablo Iglesias embista a Yolanda Díaz y a periodistas como Esther Palomera, Pedro Vallín o Ana Pastor, a los que debe casi tanto de su ascenso a la vicepresidencia como a Isabel Díaz Ayuso de su caída en la irrelevancia, no tiene como objetivo impermeabilizar el espacio electoral de Podemos, sino generar el caos entre el ciclotímico electorado de izquierdas, aunque eso implique una victoria del PP en mayo.

La pregunta es ¿por qué?

Iglesias no se ha vuelto loco, como dicen hoy algunos de los que antes lo veneraban, pero ha comprendido que el embarramiento del actual espacio de extrema izquierda es un sacrificio temporal necesario para la resurrección de Podemos. 

Y, de nuevo, por las mismas razones que Vox. Porque sólo una hecatombe que reduzca a los barones socialistas a cenizas y transforme al PSOE en un partido peronista (y eso está ocurriendo ya: véase el momento "oh capitán, mi capitán" del pasado jueves en el Congreso) permitirá que un Podemos renacido pueda recuperar el terreno perdido durante los últimos tres años y convertirse en la Evita de Perón Sánchez. 

Es decir, en su sucesor. 

Lo que asoma por el horizonte si Sánchez gana las elecciones de 2023 no son por tanto "cuatro años más" de "Gobierno de progreso", sino una consulta independentista en Cataluña y unas posteriores elecciones constituyentes que rectifiquen el rumbo emprendido por España en 1978 y nos devuelvan al punto en que la historia de este país, de acuerdo con el imaginario de la izquierda, se torció, instaurando una monarquía constitucional allí donde debería imperar una república de naciones socialistas. 

Y eso porque los únicos que tienen hoy un proyecto de país en España son los partidos que quieren acabar con ella: Podemos, ERC, EH Bildu, PNV, Junts, Compromís, BNG y Más País, junto con algún que otro cantonalista más ventajista que despistado.

El PSOE lo que tiene es a Pedro Sánchez, en esencia un proyecto 100% personal emancipado de cualquier otra consideración política, económica, social o moral.

Y el PP, que con Aznar sí tuvo un plan, no tiene hoy nada porque su autoestima sigue dependiendo de la aprobación del PSOE y de su siempre forzada sintonía con las modas ideológicas del socialismo, a las que intenta apuntarse incluso cuando estas ya han sido abandonadas por la izquierda. El PP es un jubilado que se encasqueta una gorra de Nirvana para congeniar con un nieto que anda ya por Kidd Keo.

Y de ahí la incapacidad de Feijóo para responder con tino a Sánchez cuando este le mostró un ejemplar de El Mundo en el Senado y dijo que sólo hay que leer sus editoriales para saber lo que dirá el líder del PP después. 

Feijóo podría haber contestado que la existencia de un cuarto poder es condición sine qua non de la democracia y que bastante más peligroso que un periodismo crítico es que sólo haga falta escuchar a Sánchez para saber lo que opinarán luego mansamente los medios del ecosistema socialista. Porque en democracia, la prensa influye en los políticos. Pero sólo en las dictaduras son los políticos los que dictan lo que dice la prensa.

No conviene despreciar en cualquier caso el señalamiento de Sánchez. Como escribía al principio de esta columna, en España no queda ya un solo gesto que no haya sido medido con escuadra y cartabón. Y como decía un reciente editorial de EL ESPAÑOL, "Sánchez ha condenado a los españoles a una política 'bibloquista' que, como un clon deficiente del viejo bipartidismo, divide el espacio político español en dos bloques radicalmente incompatibles. Uno formado por el propio PSOE con sus socios de la moción de censura, la llamada mayoría Frankenstein. El otro, formado por el PP con Ciudadanos, Vox y algunos pequeños partidos regionales del centroderecha liberal".

No es casualidad que Sánchez haya señalado dos televisiones, una radio y un diario como líderes de opinión de su bloque. Y sólo hay que atender a las entrevistas concedidas por el presidente para saber qué medios son esos. 

Ahora ha señalado también una televisión, una radio y un diario como líderes de opinión del bloque rival, que él llama "conservador" y sus socios parlamentarios, "ultraderecha", de la misma forma que lo ha hecho con las instituciones. Las que él controla son progresistas. Por ejemplo, la Fiscalía o el propio Parlamento. Las que no controla (todavía) son conservadoras o, mejor aún, reaccionarias. Como el Poder Judicial o la Corona. 

Es, como me decía otro periodista hace sólo unas horas, una vuelta a los tiempos de Zapatero. Esos en los que se intentó identificar la democracia con la izquierda y a la derecha, es decir al 50% de los españoles, con la barbarie predemocrática.  

Si Sánchez no está sentando las bases para la ruptura de la sociedad española en dos bloques antagónicos y señalando quiénes están a uno y otro lado de la raya, que alguien más inteligente me explique qué pretende en realidad.