La imagen de Hu Jintao siendo expulsado del Congreso del Partido Comunista Chino ha dado la vuelta al mundo. Debe de ser singular sentirte una de las personas más poderosas del planeta durante toda una década y, no mucho tiempo después, ser humillado públicamente. Tan públicamente. Y, encima, por tu propia gente.

Muchos de esos que han avergonzado al expresidente hasta hace poco lo veneraban, aunque fuera para, esencialmente, continuar disfrutando de los privilegios que otorga, en un sistema como el chino, relacionarte con las personas adecuadas.

Xi Jinping (izquierda), sentado junto a Hu Jintao (derecha), en la clausura del XX Congreso del Partido Comunista Chino.

Xi Jinping (izquierda), sentado junto a Hu Jintao (derecha), en la clausura del XX Congreso del Partido Comunista Chino. Reuters

Pero esa carpeta roja que tenía sobre la mesa en el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino, hace tan solo unos días, al parecer decía demasiado sobre un país que es capaz de despachar el bochornoso incidente limitándose a explicar que Jintao "es un señor mayor, y necesitaba descansar", como señala la versión oficial.

El Congreso ha servido para entregar el mandato otros cinco años a Xi Jinping y enterrar cualquier sombra de duda sobre su implacable liderazgo. Uno que guarda inquietantes similitudes con el que alguna tuvo el presidente ruso, Vladímir Putin.

Ahora el exespía es tal vez el hombre más odiado en el mundo occidental. Pero no siempre fue así. Recientemente, hasta Berlusconi, en otra de sus salidas de tono, ha recordado su amistad con él. Es cierto que Putin arruinó su biografía cuando decidió invadir Ucrania. Pero antes de eso era un líder más respetado que temido, al menos hasta cierto punto, en Occidente.

China permanece atenta a la devastación que está causando Rusia en su país vecino. Putin tal vez también pretende, con su trágica invasión, frenar el poder de la Unión Europea. Sugiriendo así que más países, en sus desencuentros políticos generados por esta guerra, pueden seguir la senda del Reino Unido, culminada con su brexit.

Pero Pekín también se pregunta, con incomodidad, como lo hace el mundo occidental, si el propósito prioritario del mandatario se encuentra más cerca de recuperar el territorio que Moscú perdió al desmantelarse el bloque soviético. Circunstancia que, dicen, el líder ruso nunca aprobó.

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En cualquier caso, no hay duda de que la beligerancia de Putin conduce al mundo a un escenario diferente. Uno, precisamente, que China quiere utilizar para desempeñar un papel estelar.

Las renovadas alusiones chinas respecto de Taiwán, que considera parte de su país, ponen de manifiesto esa al menos aparente cercanía de estrategia entre los dos líderes. Xi, en el Congreso, hizo temblar a numerosos Gobiernos occidentales cuando afirmó con toda rotundidad que no renunciaba a la actividad militar para recuperar la soberanía de la isla.

China es diferente, no hay duda. Un gigante que acoge al 20% de la población mundial y donde, dicen, la democracia no es posible. Y, sugieren algunos observadores internacionales, tampoco conveniente.

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Hasta hace poco, al país asiático se le consideraba el gigante dormido. Pero, convertido en la gran fábrica mundial tras el impulso de las grandes reformas de Deng Xiaoping, ha acabado despertando y transformándose en el gran rival comercial de Estados Unidos, a quien le disputa la supremacía y el liderazgo de la economía internacional.

Militarmente, Washington sólo le tiene miedo a Moscú. A nadie más. Pero una alianza entre Putin y Xi seguro que elevaría esos temores a un grado muy distinto. Con el poder que ha conseguido acumular el presidente chino, ahora cualquier cosa en ese país es posible.

Hu Jintao nunca imaginó, tras gobernar el país entre 2003 y 2013, que su última imagen pública sería como esas que se difundieron durante la Revolución Cultural. Esas en blanco y negro, de individuos cabizbajos y un cartel colgado al cuello, sufriendo el mayor de los escarnios. Ese que está reservado para los traidores.