Cientos de veces hemos escuchado y respondido la pregunta "¿para qué gastamos dinero en enviar objetos al espacio o escudriñar bichos inocuos?". Si bien es cierto que quienes hacemos ciencia nos movemos por la curiosidad e incluso por el ego de ser el primero en arrancar un secreto a la naturaleza, los resultados siempre tienen una aplicación, en algunas ocasiones inesperada.

Los ejemplos, claros y patentes, se suceden cada día. Desafortunadamente, otros temas ocupan los espacios de información y la urgencia resta plaza a lo importante. Por ello, intentemos dedicar algunos bits y minutos a la ciencia, recordando que el saber no ocupa mucho espacio, pero sí necesita tiempo.

Esta semana se han producido dos hitos científicos separados por su naturaleza (uno pertenece al mundo que observamos bajo el microscopio y el otro a aquello que requiere un telescopio), mas ambos van encaminados a salvar la especie humana.

Fotografía de Dimorfo tras el impacto de la sonda DART.

Fotografía de Dimorfo tras el impacto de la sonda DART. Reuters

Empezando a lo grande, la misión DART logró transformar la órbita del asteroide Dimorfo. ¿Qué significa? Nada más y nada menos, que la humanidad ha tenido éxito en su primer intento de crear un sistema de defensa para desviar cuerpos celestes que puedan chocar contra el planeta.

El experimento espacial era una prueba de concepto para demostrar que, al impactar una sonda proyectil contra un asteroide, sin destruirlo, somos capaces de cambiar significativamente su órbita.

Detrás de esta experiencia hay décadas de ciencia espacial, de esa que a veces no se entiende para qué la hacemos. Esta ha sido una misión participada por un número importante de científicos y centros de investigación repartidos por el globo terráqueo, todo un ejemplo de colaboración.

De hecho, en España, el Centro de Astrobiología realizó ensayos de simulación usando una cámara experimental de impacto de proyectiles para predecir los efectos de la sonda DART sobre Dimorfo.

Hablando en una cena informal con David Barrado, astrofísico, historiador y divulgador científico, este lo clasifica como un gran hito, pero sólo un primer paso. "Para que sea factible este sistema de defensa queda mucho por hacer: desde realizar cartografía continua y profunda del cielo para detectar amenazas hasta poner en marcha los distintos sistemas deflectores. Todo desde una perspectiva colaborativa" fueron sus palabras.

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Es decir, inversión en ciencia espacial para salvarnos de los peligros que vienen del cosmos y de los que David nos advierte en su libro Peligros cósmicos, una lectura que recomiendo.

En otra cuerda, y con menos rimbombancia mediática, se ha dado un salto cuántico en la biología que sostiene la medicina regenerativa. Sabemos que muchos científicos se empeñan en crear pequeños órganos partiendo de células madres aisladas de un órgano adulto. Estas estructuras se denominan organoides y fueron obtenidas por primera vez en 2009.

Desde entonces, cientos de grupos de investigación, incluido el mío, nos afanamos por cultivarlos para experimentar sobre ellos nuevas terapias.

Es un sueño usar organoides cerebrales para estudiar los trastornos neurodegenerativos y neuropsiquiátricos que desarrollan los humanos, pero estas estructuras imitan nuestro cerebro sólo hasta cierto punto. Por ejemplo, no desarrollan vasos sanguíneos, lo cual imposibilita la recepción de nutrientes, ni tampoco reciben la estimulación sensorial necesaria para crecer plenamente. Esto significa que no prosperan durante mucho tiempo, ni son funcionales.

Para intentar solucionar este problema, científicos de la Universidad de Stanford generaron organoides de cerebro partiendo de células madre humanas y luego los inyectaron en cerebros de ratas recién nacidas. Los organoides fueron colocados en una región denominada corteza cerebral somatosensorial, una estructura que recibe las señales de los bigotes y otros órganos sensoriales de las ratas y que luego las transmite a regiones del cerebro que las interpretan.

Pasados seis meses, la integración había sido tan exitosa que era casi como añadir otro transistor a un circuito. Cuando los investigadores pellizcaron los bigotes de las ratas, las células humanas de la corteza sensorial respondían, lo que sugiere que eran capaces de captar información del exterior.

En palabras llanas, los organoides de cerebro humano se integraron perfectamente en el cerebro de las ratas. Sencillamente, estamos frente a un hito científico. Por una parte, se demuestra que los organoides son un buen modelo para desvelar los secretos del cerebro humano. Y, por otra, el avance tendrá implicaciones en futuras terapias para los trastornos cerebrales en los humanos.

¿Qué se necesita para seguir? Inversión y flexibilidad.

No son milagros, es ciencia.