La buena noticia del domingo es que Jean-Luc Mélenchon no será primer ministro. Antes de las elecciones presidenciales, despreciando el espíritu de las leyes y sin decir nunca claramente con quién, si con Marine Le Pen o con Emmanuel Macron, pensaba pactar, dijo: "Elegidme para Matignon".

El líder de la coalición NUPES, Jean-Luc Mélenchon.

El líder de la coalición NUPES, Jean-Luc Mélenchon. EFE

Bueno, pues ha perdido su apuesta.

Estará, según los sondeos, lejos de obtener la mayoría de los diputados.

Sin duda, es mejor que la Agrupación Nacional, cuyo tirón, sin embargo, se confirma.

Es mucho mejor que la Reconquista, con su soberanía carnavalesca y su líder que soñaba con ser Maurice Barrès o Napoleón Bonaparte, y que solo habrá tenido, como si se tratase del 18 de brumario, un lamentable 1 de abril y una expulsión de cuajo de la escena política francesa.

Pero al final a él también se le han acabado las gracietas.

Y el hombre que apoyó a Bashar al-Ásad, que mostró un desprecio burlón hacia Ucrania, el hombre de las vacunas cubanas, del silencio culpable sobre los uigures, esa mezcla de Jules Guesde y Jeremy Corbyn que ha caído en todas las trampas de las conspiraciones más rancias, ese político a la antigua al que los maquiavelos del Partido Socialista le han vendido su alma por un puñado de escaños, no gobernará Francia.

La mala noticia, sin embargo, es que una cuarta parte de los votantes ha votado por el hombre que quiere salirse de Europa y hacerse amigo de Vladímir Putin.

En un linchamiento orquestado por las redes sociales, más guillotinistas que nunca, derribaron a aguerridos republicanos como Manuel Valls y Jean-Michel Blanquer.

Y ahí están los arengadores de consignas como "¡adelante, pueblo!" y demás, ahí está el hombre al que mi amigo Jacques-Alain Miller describió la semana pasada en términos lacanianos como un demagogo de los bajos instintos (de todo jaez, antisecularismo, antipolicías, antiintelectuales, a veces antijudíos) coronado como principal opositor de Macron y líder del segundo partido más grande de Francia.

La izquierda se ha entregado a un Georges-Jacques Danton de pastís.

El partido de Jaurès, Blum y Mitterrand se ha fusionado en una sospechosa mezcla de falsa revuelta, boulangismo real, poujadismo extático e islamoizquierdismo, en versión grupo fusión.

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Y, durante cinco años, nos arriesgamos a sufrir las acrobacias permanentes de este tribuno sin mandato, fanfarroneando, trompeteando, vibrando, convocando plebiscitos, haciendo llamamientos para que la gente salga a las calles, destituyéndola, y alternando caras furibundas, periodos mussolinianos, enfados gélidos y líricos arranques de fantasía, siempre resueltos, en su caso, con cálculos mezquinos, táctica y cinismo de la maquinaria política.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

¿Es este el último estertor del gran cadáver tumbado bocabajo?

¿Es esto el descrédito de la vida política, que ha llegado a su fase final en las elecciones con menor participación de la historia de la República?

¿La ola reaccionaria que, en un marco de bajada del poder adquisitivo, de depresión poscovídica y de temor a la guerra en Ucrania, se extiende por toda Francia?

¿Es un efecto colateral del gesto de renovación de la primera época de Macron? 

¿Es el cumplimiento, y la inversión, del programa de mi amigo, el izquierdista gaullista Maurice Clavel, que explicaba, hace ya medio siglo, que era necesario romper la izquierda para derrotar a la derecha y viceversa?

¿O se trata de un nuevo síntoma de esa vieja patología francesa, cuyos orígenes se hallan en la pasión católica por la retórica, que es el amor sin matices a las tribunas?

Necesitaremos tomar distancia para saberlo.

Pero los resultados están ahí y dicen mucho sobre el estado moral en el que se encuentra Francia.

Nos prometieron radicalidad: tenemos el último truco de un matamoros remozado como Eróstrato de feria.

Nos anunciaron un soplo de aire fresco, un viento que se levantaba. Pero será el último hazmerreír de las bellas tormentas del izquierdismo de antaño con, como añadidura, el mal aliento del populismo.

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Proclamaban la verdad. Pero todo, hasta los nombres de esta coalición, la NUPES, o incluso de esa "Francia insumisa" (extrañamente sumisa, como sabemos, a todos los tiranos sirios, cubanos, rusos y chinos del planeta) suena y sonará a falsedad.

Se pretendía revitalizar la democracia y, ya puestos, el Parlamento. Todo indica que será lo contrario y que no desagradará a estos tiranófilos disfrazados de amables agitadores, dados a parasitar el trabajo de las comisiones donde la costumbre republicana exige que se siente el principal partido de la oposición.

Mujeres y hombres de buena voluntad, a menudo jóvenes, han votado con la esperanza de que "las cosas cambien en Francia". Son las instituciones las que, si los insumisos someten definitivamente al resto de los integrantes de la coalición NUPES, corren el riesgo de ser desestabilizadas por fanáticos que actúan por autosatisfacción y despreciando a todo el mundo.

Es mejor tenerlos en la Asamblea que en la calle, murmuraron, para zanjar la cuestión, los avispados que, en realidad, pocas luces tenían. Tendrán la Asamblea y la calle. Los tendremos en el hemiciclo y afuera, y por doquier se escuchará el famoso "la República soy yo". Y, para los mortífagos del melenchonismo que han entrado, como en Harry Potter, en el Hogwarts parlamentario, el armario mágico funcionará en ambos sentidos.

Espero equivocarme.

Ojalá me equivoque. Pero, sobre todo, esperemos que la segunda vuelta electoral permita gobernar al presidente y a su mayoría.

Que el próximo domingo sea el crepúsculo de Jean-Luc Mélenchon.