Estíbaliz Palma, comisaria provincial de Pontevedra, ha sido despedida por poco graciosa. No por incompetente o por dejación de sus funciones: por impertinente. La destitución se debe, oficialmente, a una "pérdida de confianza" pero, en la realidad, a que a alguien le pareció improcedente y ofensivo un comentario suyo. Una medida que ha sido muy aplaudida y que a mí me parece francamente desoladora.

Estíbaliz Palma saluda al anterior delegado del Gobierno en Galicia, Javier Losada.

Estíbaliz Palma saluda al anterior delegado del Gobierno en Galicia, Javier Losada.

¿Qué es lo que hizo que se "perdiese la confianza" en Estíbaliz Palma hasta el punto de conllevar su cese? Pues durante una comida de homenaje a compañeros jubilados anticipadamente por los golpes recibidos durante las revueltas ocurridas en Barcelona en 2019, y en referencia a las denuncias de abusos sexuales por parte de agentes (ninguna de ellas constatada ni presentada en sede judicial), la comisaria dijo que "ya les gustaría a algunas que las violara un UIP (Unidad de Intervención Policial)". Algún asistente a la comida grabó la frase, esta fue filtrada a un diario y la comisaria acabó cesada. 

El primer problemilla que le veo a todo esto es la literalidad, o, dicho de otro modo, la incapacidad para el pensamiento abstracto. Nadie en su sano juicio pensaría que esa frase se corresponde con un deseo real de que "algunas" sean violadas por antidisturbios ni, muchísimo menos, que la comisaria en cuestión esté convencida de que ciertas mujeres desean serlo por miembros uniformados de una brigada antimotines. Que quizá las haya, no seré yo quien juzgue y censure ahora las particulares fantasías sexuales de nadie.

Pero tomar por literal esa frase en ese contexto es como pensar que un "vete a tomar por culo", como método para zanjar una discusión, es indicación precisa de obligado cumplimiento. O que Almudena Grandes (la escritora, no la estación de trenes) deseaba un abuso sexual con penetración por parte de milicianos para la Madre Maravillas y pasar por el paredón a las voces que la sacaban de quicio, al así expresarlo por escrito.

El segundo sería el del contexto. Teniendo en cuenta que se trataba de una comida distendida entre compañeros, yo lo veo próximo a un ambiente relajado y de confianza, donde uno se permite a veces ciertas licencias hiperbólicas con ánimo jacarandoso, con desigual resultado, que no deben ser entendidas fuera de esa función.

¿Pasarían todas sus expresiones, señora, el examen exhaustivo de una patrulla de control y verificación de irreprochabilidad del pensamiento? ¿Está segura? Ya les digo yo que las mías no. Tengo un par de grupos de WhatsApp que no superarían ni la más somera y benevolente de las fiscalizaciones. Y tendrían que ver algunos de los cariñosos mensajes que he recibido por alguna de mis columnas de honorables seres de luz. Algunos, incluso, con fular, carné y carguico. 

Pensar que es este un despido justificado por el comentario de alguien, más o menos fuera de lugar, más o menos impertinente, sólo puede significar que creemos que hay cosas que no se pueden decir. Y esto es más preocupante que el desatino de la comisaria. Eso significa que el más leve incomodo nos produce el convencimiento absoluto de que el otro no debería tener derecho a expresarse, que sólo aquello correcto tiene cabida en el debate público. Que sabemos, incuestionablemente, lo que más nos conviene como sociedad. 

Y llegados a este punto cabe preguntarse quién determina qué es lo correcto y lo legítimo, entonces. ¿Quién establece el límite entre lo decoroso y honrado y aquello inaceptable e indecente? ¿Dónde marcará la línea que delimite lo que podemos manifestar en voz alta y lo que no y basándose en qué razones? ¿Es posible hacer eso amparando la particular sensibilidad y tolerancia de todos y cada uno de nosotros? Porque por momentos parece que olvidamos que nuestra ley ya marca los límites de la libertad de expresión y no lo son, desde luego, ni el mal gusto, ni la discrepancia, ni el desatino.

No sé ustedes, pero yo prefiero vivir en un mundo donde se puedan decir las más abyectas barbaridades, esas que me ofenden y repugnan, pero en el que yo pueda elegir no escucharlas, que en uno donde sólo pueda tener acceso a lo que me reconforta y reafirma en mis convicciones porque otro decide en nombre de todos que es eso lo único aceptable.

Y, desde luego, en uno donde lo que lamentemos sea que unos indeseables hayan agredido de manera tan violenta a dos trabajadores que las secuelas han supuesto el fin de sus carreras, y no el comentario desafortunado de una de sus compañeras con poquita gracia y nulo don de la oportunidad en el momento menos adecuado. 

Pero qué sabré yo, que prefiero una discrepancia argumentada a un acuerdo ciego y un piropo a un insulto.