Esta semana, antes de huir a California, fui a los cines Paz a ver La peor persona del mundo, de Joachim Trier, y la película me devolvió la mirada. Digamos, mejor, que la película devolvió a mirada a buena parte de mi generación. No es que vernos en un espejo sea tampoco una fiesta. Depende del día. Depende, en verdad, de cuánto nos queramos esa jornada. A ratos bellos, pizpiretos, locuaces, gamberros. Otras veces cansados, perdidos, obtusos, deformados por la apisonadora de los días laborables, estomagados de dudas. No tan jóvenes, al cabo.

La protagonista acaba de cumplir treinta años y experimenta una sensación que nos es familiar. La de estar buscando algo que siempre está un poco más allá, algo móvil y fantasmagórico, algo innombrable e indecible que cambia de forma según caminamos, algo que se parece a la fe (a una fe agnóstica, confusa) y que nunca se resuelve bajo un hecho concreto (como tomar un café con dios). Como estar siempre un escalón por debajo de ser feliz y no poder mover la pierna para alcanzarlo, algo que siempre sucede en los malos sueños. Lo resume muy bien el afable novio de la chica: "Siempre parece que estás esperando algo, pero, ¿qué es?". Qué listo. Como si esa pregunta no llevase toda la vida.

Nuestra propia biografía nos contempla con la vieja amistad correspondiente, que diría Idea Vilariño, y nos deja desnudos cuando alguien nos pregunta si pensamos enamorarnos ya, si vamos a casarnos, si planeamos tener hijos, si vamos a triunfar en nuestro oficio ahora que hace rato que dejamos de ser eternas promesas para ser realidades más o menos mediocres. No es que ella rechace de plano ninguna de las opciones, pero aún teme que las graves decisiones que la empujan a tomar ahora sean irreversibles y le acaben haciendo spoiler de su propia vida (¿y si la vida sólo es esto, y si será así para siempre?). Es la angustia sofisticada del tiempo moderno.

Ella aún quiere pasárselo bien, bailar hasta que alguien choque la cabeza con la lámpara, probar una droga nueva, vengarse poéticamente de su padre, hablar toda la noche con un desconocido, escribir un artículo incendiario sólo por romper algo, correr por amor, intentar parar el tiempo, defender con el cuerpo su sensación de desastre, rascar su propia vocación a ver si sangra. Ella sólo quiere jugar, como yo, como tantos, pero nos han dicho que eso era un lujo cercado de la infancia y yo creo que se equivocan. No es que no queramos crecer (ya lo hemos hecho, y lo sabemos porque duele: crecer es no sentirse cómodo en ninguna parte). Es que no nos gusta vuestra forma de ser adultos.

Estamos creando otra mientras la rutina nos estira. Estamos creando otra bajo la mirada examinadora del resto, de los que eligieron el camino clásico, el que parecía digno y recto pero hizo tan infelices a tantos de nuestros padres. Yo no creo que estamos aletargados, yo no creo que no estemos eligiendo. A veces elegir bien consiste en no elegir, en no quedarse con ninguna de las opciones posibles, con ninguna de las personas con las que supuestamente tenemos que compartir casa y sexo y ducha. Y está bien así.

En el avión hacia Los Ángeles empecé a leerme los Diarios de Iñaki Uriarte, que es brillante y muy sabio. Me parece que todo lo que dice viene a cuento con este tema que nos ocupa, como "entre actuar y no actuar, existe una tercera opción: fumar". Lo banco. Mientras escribo esto confío en que sea débil el receptor de humos del hotel. También cita a Mencken: "Puritanismo: es el obsesivo miedo a que alguien, en algún lugar, tal vez sea feliz". Me hace sonreír con un poco de malicia. 

Mientras volaba vi también una película de Meryl Streep llamada Let Them All Talk, no especialmente recomendable, pero que guarda alguna frase interesante. Cuando le preguntan a la protagonista (una escritora ganadora de un Pulitzer) de qué va la nueva novela que está escribiendo (y que no acaba de parir), ella responde: "De cómo meter el arcoíris en una botella. Por segunda vez".

Pensé que de eso va fundamentalmente la vida adulta tras los deslumbramientos iniciáticos. De volver a sentir lo del principio, de capturar las emociones puras, las sorpresas puras, ese desgarro hermoso de la novedad, de la primera epifanía. También pienso que el hecho de que haya finales felices depende únicamente de cuándo cortes la película. Lo fundamental es lo que sucede después del hito. Definitivamente, no está tan mal que seamos las peores personas del mundo.