Existe en España un lugar con menos de doscientos habitantes y una decena de librerías. Una villa medieval que encierra miles y miles de libros. Cuando íbamos en coche camino de Urueña, en la provincia de Valladolid, nuestra guía nos dijo: “Tenéis que llegar antes de que se ponga el sol. Con la noche, es como si todo desapareciera”.

Vista de la muralla de Urueña.

Vista de la muralla de Urueña. Ayuntamiento de Urueña

Al escuchar a aquella mujer, sentimos un escalofrío, temerosos de que la ciudad de papel fuera a deshacerse por culpa de un cielo que, siendo de día, ya era muy oscuro. Después sonreímos, pensando que los guardianes de Urueña regalan una novela por escribir al viajero que se anuncia.

Aparcamos a la entrada del pueblo. Se alzaban una muralla y un castillo. Llovía. En las puertas de las casas, unas rocas sujetaban contra el suelo las cortinas. Podía escucharse el ruido de las telas, tirantes, al contacto con el viento. Esa es, pensamos ya con la capucha puesta, una de las bandas sonoras más características de la España vacía.

Las casas, casi siempre, de dos plantas. De piedra. En Urueña todo es piedra. Con balcones pequeñitos. El lugar funciona como un círculo. La muralla es la brújula y, siguiéndola, uno puede recordar con cierta facilidad dónde está cada cosa. En el interior, pese a haber una iglesia, todo se vuelve laberíntico. 

Dicen que Urueña es la primera “villa del libro” en España y que sigue la estela de otros lugares como Hay-on-way en Gales, Redu en Bélgica o Montolieu en Francia. La diputación debió de meter algo de dinero hace casi quince años y el proyecto sigue en pie.

Pensamos que la inversión pública habría convertido Urueña en una suerte de paraíso artificial, pero no es así. No existe una calle de librerías. Están desperdigadas por el pueblo. Hace falta un mapa para encontrarlas y eso concede al paseo el verbo más necesario de la literatura: “Deambular”.

Una vez me dijeron que los mejores libros son los que no se buscan, los que aparecen cuando el lector no los espera. Lo aprendí en la Cuesta de Moyano, en Madrid, donde resulta mucho más emocionante caminar sin preguntar. Al principio, me acercaba a las casetas con varios títulos en la cabeza. Incluso me frustraba si no me hacía con alguno de ellos.

Hasta que supe (¡qué felicidad la de aquel día!) que no hay nada comparable a ver qué saca de la caja el mítico Riudavets, sentado en su silla de madera, envuelto en su bata azul. Subido, como Aladín, a una nube de polvo.

Se trata de una ley inexorable. Las viejas librerías no defraudan. Entramos en la primera que encontramos. De dos pisos. Con mullidos sillones para echarse un rato a pasar páginas. Con algunos lectores mojados que, como nosotros, parecían rescatados del río Aqueronte. 

En una de las decenas de estanterías, me llamó la atención un libro pequeñito pero rechoncho. Es decir, de poca altura pero grueso. Hoy de color rosa y rojo, pero creo que de tonos distintos cuando se publicó hace más de treinta años. Era Rosa Krüger, la novela inacabada de Rafael Sánchez Mazas.

Siempre me había hecho ilusión tener ese libro, en concreto esa edición, que se ha vuelto prácticamente inencontrable. Lo publicaron Andrés Trapiello y Valentín Zapatero en la desaparecida Trieste allá por 1984. Había estado inédita hasta entonces. 

Rafael Sánchez Mazas la escribió durante la guerra, refugiado en la embajada de Chile en Madrid, para aliviar por las noches el encierro de sus compañeros. Entre aquellos oyentes estuvo mi tío abuelo Jesús. El autor la escribía casi al mismo tiempo que se la leía a sus amigos. ¿Lo ven? Una ley inexorable. Pocas ilusiones comparables a la del libro no buscado. 

Seguimos por el camino de la muralla. Urueña conserva dos grandes portalones de piedra. Afuera, se pueden ver los campos de Castilla. Soplaban el viento y la lluvia con más fuerza. Dentro, de un salto, otra vez en las calles estrechas, nos sentimos protegidos. ¿Quién escribió aquello de que “los libros abrigan una vida”?

En la siguiente parada, la librera, encantadora, se dijo de los nuestros. Ella, como quien dice, también acababa de llegar. Nos explicó el funcionamiento del lugar. El Ayuntamiento concede el local a un precio simbólico y el librero afronta los gastos. “Algunos se han quedado aquí, se han reformado una casa y están contentos. Otros vamos y venimos”.

Le preguntamos por la competencia, por el refrán tan español de “pueblo pequeño, infierno grande”. “La relación es muy buena. A mí, que estoy aprendiendo, me ayudan mucho. Mira, os pongo un ejemplo. No tengo datáfono. Mis clientes que sólo llevan tarjeta pagan en la librería de al lado y luego hacemos cuentas”.

Conociendo el carácter de los libreros, o por lo menos de la mayoría, eso no nos sorprendió demasiado. Lo que sí nos pareció inédito fue la estrecha convivencia de bares con librerías. ¡Urueña dispone de cinco restaurantes y tres casas rurales! Hemingway habría estado orgulloso. 

De bote en bote, de librería en librería, alcanzamos la noche. Y era verdad. Con la puesta del sol, comenzaron a echarse los candados. Se escuchó, entonces, en todo el pueblo, ese sonido de las cortinas de las puertas peleando con el viento. 

Hacía frío. En el coche, tardamos en entrar en calor. Mientras el motor cogía temperatura, abrimos al azar otro de los libros comprados durante el paseo: La infancia recuperada, de Fernando Savater. La página 116 dice así: “Recuerdo otras cosas. El sabor cálido y dulzón del arroz blanco con salsa de tomate, cierta forma de filtrarse el sol por las rendijas de una persiana que veo perfectamente con sólo cerrar los ojos. Por la noche, al apagar la luz, sentía escalofríos de gozo al pensar en el día siguiente. Es la primera y última vez que he aprobado sin reservas el futuro. De vez en cuando, dejaba el libro abierto sobre la colcha y cerraba los ojos, en un trance de dicha tan intenso que me entraban ganas de llorar”.

¿Qué es leer sino recuperar la infancia? Al arrancar, supimos por qué los libreros desaparecen con la puesta del sol. En una retirada respetuosa, dejan paso a Los Cinco, a los Siete Secretos, al Jabato, al Capitán Trueno, a Guillermo Brown. Sí, creo que los vimos. Cuando se encendieron las farolas, sus sombras se proyectaron contra la roca.