No sabemos qué habrá sido más lamentable en estos días tras la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín. ¿Los lloros de los atletas lesionados (sic) por los bastoncillos que les metieron por la nariz para hacerles pruebas? ¿La profunda desesperación de la patinadora de velocidad Gwendoline Daudet, eliminada de la prueba de relevos mixtos?

La esquiadora uigur Dinigeer Yilamujiang.

La esquiadora uigur Dinigeer Yilamujiang. Reuters

¿El vergonzoso espectáculo de la esquiadora uigur Dinigeer Yilamujiang encendiendo el pebetero olímpico en forma de copo de nieve gigante ante la mirada de Xi Jinping y los portavoces del Comité Olímpico Internacional, a quienes la imagen les resultó "encantadora"?

¿El hecho de que la cuestión del boicot, a diferencia de lo que ocurrió en los Juegos de Berlín en 1936 o de Moscú en 1980, ni siquiera se haya puesto sobre el tapete de manera seria porque "se ha demostrado" (sic y más que sic) que la cuestión tendría un "impacto negativo" sobre la moral de los deportistas?

¿O el comentario generalizado en todo el mundo sobre los desastrosos resultados en términos no ya de derechos humanos, sino de la huella de carbono de estos Juegos de técnica y artificiosidad, estos ejercicios prácticos de biopolítica china enloquecida, estos 85 millones de litros de agua que han tratado los 350 cañones de nieve que se han colocado en los áridos páramos de Yanqing?

"Los Juegos Olímpicos de 2022 se jugarán a costa de los manifestantes amordazados en Hong Kong, los monjes inmolados en el Tíbet y los crímenes contra la humanidad que se cometen contra la minoría uigur en Sinkiang"

No sabemos si la cuestión gira en torno a un asunto de cobardía, de ceguera o de cinismo.

Pero uno se queda atónito ante este pacto morboso entre la fuerza (de los grupos de presión prochinos) y la debilidad (de las democracias).

Y los hechos son los que son.

Los Juegos Olímpicos de 2022 se jugarán a costa de los manifestantes amordazados en Hong Kong, los monjes inmolados en el Tíbet y los crímenes contra la humanidad que se cometen contra la minoría uigur en Sinkiang.

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Y lo formulo con esa expresión: Crímenes contra la humanidad.

Porque siempre soy un poco reacio, por principios, a utilizar la palabra genocidio.

Pero, a fin de cuentas, lo es.

Y la política de represión de China en su provincia de mayoría musulmana está lo suficientemente documentada como para que, por desgracia, no haya debate posible al respecto.

Porque ¿qué nombre podemos darle al encierro de entre uno y tres millones de personas en campos de reeducación, de los que tenemos imágenes por satélite?

¿Qué nombre hay que darles a las redadas que constan en los registros oficiales de Karakash, distrito del sur de Sinkiang que linda con el desierto de Taklamakan, en las que se señalan a las personas culpables de llevar barba, de solicitar un pasaporte y no utilizarlo, de tener un familiar viviendo en el extranjero o simplemente de "no inspirar confianza"?

¿Y qué podemos decir de la política de control de la natalidad que, para lograr el reequilibrio demográfico entre las poblaciones de etnia han y uigur, practica la esterilización de las mujeres y, cuando eso no les basta, el aborto forzado? Si esto no es un genocidio, es una situación genocida.

"El hecho de que este crimen masivo se parezca menos, por el momento, al exterminio de los tutsis en Ruanda que a la selección de 'categorías negras' por parte de los asesinos de la época maoísta no cambia nada"

O, si queremos ser prudentes, una limpieza étnica a gran escala de todo un pueblo.

Y el hecho de que este crimen masivo se parezca menos, por el momento, al exterminio de los tutsis en Ruanda que a la selección de "categorías negras" por parte de los asesinos de la época maoísta no cambia nada.

Está en marcha una destrucción paulatina.

Y haber hecho la vista gorda ante su avance seguirá siendo el gran escándalo de estas Olimpiadas y, más allá de las fechas de estos Juegos, una fuente de vergüenza para nuestros tiempos.

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Los optimistas dirán que el panorama habrá permitido que las personas que denuncian esa situación, como mi joven compañero Raphaël Glucksmann, que antes predicaban en el desierto, ahora sean escuchadas.

Observarán que la Asamblea Nacional francesa ha aprovechado este momento para reconocer, casi por unanimidad, la inmensidad del crimen.

En Estados Unidos, el periodo preolímpico también asistió al acercamiento entre senadores activistas como Michael Waltz y Marco Rubio, y militantes prouigures como el jugador de baloncesto estadounidense de origen turco Enes Kanter Freedom.

También la movilización de las comunidades judías de todas las tendencias, que nos recuerdan que ser fieles a la memoria de la Shoah también significa ser capaces de escuchar a los "avisadores del fuego" que anuncian la posibilidad del regreso de la Bestia.

O bien el llamamiento que hice desde Nueva York junto con Natan Sharansky, Elisha Wiesel y la Fundación Elie Wiesel.

"El espíritu de Múnich, que era inherente a Europa, se está convirtiendo en un rasgo del espíritu del mundo"

Pero todo esto sigue en un estado muy precario.

Y cabe temer que las naciones que prefirieron ganar medallas y perder su alma vuelvan pronto a la somnolencia miedosa, su segunda naturaleza.

La impotencia es un ídolo al que le rezamos cada vez con más fervor.

El espíritu de Múnich, que era inherente a Europa, se está convirtiendo en un rasgo del espíritu del mundo. Y cuando vemos que, desde Irán a Egipto, desde Indonesia a Pakistán e incluso Turquía, que hace dos años firmó un pérfido tratado de extradición con Pekín, cuando los propios grandes países musulmanes han dado por perdidas sus relaciones con la poderosa China, ya nos podemos temer lo peor.

¿Se sacrificará a los uigures en el altar del imperialismo chino?

¿Serán las víctimas emisarias de la globalización en fase terminal?

Es probable.

Y también hay que hacer todo lo posible para evitarlo.