El papa emérito Benedicto XVI me ha pedido perdón. Bueno, no a mí, exactamente. Pero sí a todos los que sufrieron abusos sexuales por parte de miembros de la Iglesia. Yo no los sufrí, pero los vi. Eso también es una forma de abuso. Aunque, sin duda, tuve suerte.

El papa Francisco junto a Benedicto XVI en el Vaticano en diciembre de 2018.

El papa Francisco junto a Benedicto XVI en el Vaticano en diciembre de 2018.

Ser un niño guapo y dócil en un colegio de curas en los años 70 podía constituir una dificultad. Yo no era ninguna de las dos cosas. Menos, para ser honestos, la segunda. Así que no suponía una invitación para ningún padre o hermano y, en ese sentido, me dejaron en paz.

Pero presencié abusos, muchos días, durante varios años, entre el 76 y el 78. Los niños de mi curso no teníamos edad suficiente para entender que aquello eran abusos. De hecho, tampoco sabíamos que podían existir abusos, ni qué forma tenían.

Los once, doce o trece años de entonces, los de la EGB, Un globo, dos globos, tres globos y Pippi Långstrump, en absoluto equivalen a los de ahora. A los de Billie Eilish o Elliot (antes Ellen) Page, la vida no binaria y los gender fluids. Los niños de hoy, afortunadamente, tienen mucha más información y, por supuesto, una relación muy distinta tanto con sus padres (que salían de una dictadura que duró demasiado), como con los profesores en los colegios.

El mío era un buen centro. Entonces, los mejores coles (o eso pensaba la mayoría de la gente) eran religiosos, como ese en el que cursé la educación secundaria. Pero, por alguna causa que entonces considerábamos más o menos normal, dentro de su anormalidad, el comportamiento de un buen número de maestros resultaría hoy, sin duda, no sólo reprobable en el terreno moral, sino también susceptible de penas contundentes en el jurídico.

Pero, claro (y no es una disculpa ni mucho menos, sino una realidad), la España de la segunda mitad de los 70 era otro planeta.

En nuestra clase de Matemáticas, el cura se paseaba entre los pupitres mientras explicaba las raíces cuadradas o los números imaginarios. Lo hacía muy despacio, lo de pasearse. Se podía notar la creciente expectación (y no en el mejor de los sentidos) de los alumnos. ¿Dónde se detendría? ¿En qué mesa y junto a qué alumno haría su primera parada?

Delante de mí se sentaba un chico de piel muy blanca, pecas, ojos marrones y pelo rizado. Carlos era modosito y tranquilo, cumplidor y nunca levantaba la voz: una presa perfecta.

Allí iba a menudo el cura. Le tocaba el pelo, enredaba sus dedos en los rizos, le recorría el cuello y los hombros, a veces el pecho, con la mano. Hacía eso durante seis o siete minutos, sin dejar de hablar en ningún momento sobre el asunto matemático que estuviera abordando. Los alumnos le mirábamos a él o hacia otro lado, pero no nos fijábamos especialmente en lo que hacía. Supongo que nos habíamos acostumbrado.

En el otro lado de la clase, otros dos alumnos también recibían las caricias del profesor, las quisieran o no. Supongo que las aborrecían, pero nadie les preguntó al respecto. Sólo alguna vez los compañeros hacíamos alguna alusión intrascendente en el recreo, sin darle demasiada importancia. Quizá, por vergüenza propia.

En otra ocasión, en medio de una práctica deportiva, vi al mismo profesor con otro chico sentado sobre su regazo, mientras daba órdenes a los jugadores de baloncesto desde el banquillo. Parecían abrazados.

Creo que yo mismo prefería no mirar demasiado. A mis once años, suponía que eso estaba mal, pero tampoco me lo habían dicho. Por lo que veía, era tan frecuente que igual constituía una parte más de la vida. Imagino que yo mismo no querría entonces averiguar mucho más sobre lo que pasaba. Nunca lo comenté con mis padres, que vivían tranquilos porque enviaban a sus hijos a un colegio de prestigio.

Vi otro tipo de abusos también, seguramente como cualquier alumno de mi generación. Probablemente, mis hijas no me creerían si les contara cómo el profesor de Pretecnología pegaba en las piernas o en los brazos, con una vara de madera, a los alumnos, o al menos a algunos de ellos, por pura diversión. Es posible que él pensara que era una forma de imponer disciplina, pero intuyo que lo hacía porque le divertía. Le recuerdo como un tipo cínico que molestaba, especialmente, a los niños bien que no tenían mucha suerte ni pericia con los trabajos manuales. No era uno de religiosos del centro, pero actuaba bajo su dirección.

Al cura que acariciaba a los niños en plena sesión académica nunca le pasó nada, al menos nada importante. Tampoco al profesor que los golpeaba. Es imposible que el centro no supiera lo que estaba sucediendo, del mismo modo que lo sabíamos todos los alumnos.

Es verdad que cada vez que recuerdas algo, tu mente modifica lo que interpretaste y lo guarda en la memoria con sus transformaciones. Pero mis recuerdos de aquellas situaciones coinciden en lo fundamental con la realidad. Quizá lo peor sea comprobar que mi colegio no constituía una excepción, tal y como se está conociendo ahora.

Benedicto XVI, sí, pide perdón. Resulta asombroso que la Iglesia, que se considera a sí misma "el instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano", tenga un problema de tal magnitud que su figura principal junto al papa Francisco ha tenido que abandonar su reclusión de emérito y pedir disculpas. Quizá, es cierto, lo ha hecho sobre todo para negar las acusaciones de encubrimiento del período en el que él era arzobispo de Múnich.

En todo caso, la Iglesia tiene desde hace tiempo un histórico tan sonrojante (ignorando las denuncias y protegiendo a los culpables) que esa petición de perdón se antoja, como mínimo, tardía e insuficiente.