Mi vecino Ludwig (su verdadero nombre también empieza por "L") es alemán. Tiene los ojos claros, exhibe puntualidad y gasta un sentido exquisito para la decoración. Bebe lambrusco en los días de fiesta y come fuet, por lo que podemos deducir que es un alemán residente en España desde hace años. Sin embargo, cuando le escucho hablar por teléfono, imagino que está dando la orden de invadir dos o tres países europeos. Ludwig, mi vecino, es todavía más alemán que español.

Uno de nuestros primeros encuentros fue por la noche. Las mejores historias siempre empiezan por la noche. Incluso las protagonizadas por los alemanes. Llegaba yo a casa desde el periódico con un voluminoso libro entre las manos. De lomo rojo y esvástica en la portada. Enciclopedia nazi contada para escépticos, de mi admirado Juan Eslava Galán.

Conforme me iba acercando, miraba al libro y luego a Ludwig. Cada vez más rápido. Al libro y luego a Ludwig. Pensé en tapar la portada, pero es un libro tan grande que acabó tornándose cadáver: tratar de esconderlo hubiera sido peor. “¡Buenas noches, vecino!”. Me respondió directamente: “¡Hombre! ¿Qué llevas ahí?”. Se ve que le gusta mucho leer y que ha aprendido maneras españolas.

No dije nada. Sólo se lo mostré como el asesino de la peli, que alza las manos ensangrentadas y balbucea: “Tiene una explicación”. No recuerdo exactamente su respuesta, pero me pareció entrever algo así como un “¡vaya!”, que interpreté como un “los españoles, todo el día con los nazis”.

Mi temor era absurdo, pero yo sentía que enseñarle el libro era como repartir bruscamente los papeles. A mí, por razón geográfica, y por haberme hecho con el libro, me tocaba ser el escéptico. A él… “¡A ver si un día nos vemos!”.

Y nos vimos. Nos invitó a Teresa, a mí y a varios vecinos a “tomar algo”. Hablamos del pasado, de las cosas que habíamos hecho para llegar adonde estábamos. De nuestros trabajos, de nuestras ciudades. Como ya me había descubierto con la lectura del libro, le dije a Ludwig que me interesaba el asunto de la memoria, que había escrito algunas cosas sobre eso.

Reflexionamos acerca de los hijos de los verdugos, un relato que apenas aparece en los periódicos. Un relato con grutas sinuosas, con episodios oscuros. Mucho más difícil de digerir. Porque es infinitamente más complicado abrirse con alguien, exponerse. Y ninguno, ¡nadie!, como me explicó un día Jon Juaristi, podemos recorrer nuestro árbol genealógico sin encontrar a un verdugo. 

“Vivimos en una sociedad (con una copa en la mano y a la hora del aperitivo se tiende a generalizar) en la que culpamos a los hijos, consciente o inconscientemente, de los pecados de sus padres”. Ludwig, un optimista nato, asintió, pero me regaló una historia que no sabría definir. Sólo sé que sonreímos mucho y que nos sentimos muy afortunados de haber coincidido un día cualquiera de 2022; y no un día cualquiera de 1936.

Cuando llegó a España, hace ya unos cuantos años, Ludwig consiguió un trabajo de guía en una bodega. Sí, de guía. Se dedicaba a enseñar las instalaciones a los turistas. Generalmente, de poder adquisitivo alto. Un buen día, Ludwig se encontró con un grupo bastante nutrido. Todos parecían haber llegado del mismo sitio. 

Para romper el hielo, pobre hombre, actuó muy mediterráneamente: “¿De dónde sois?”. Le respondieron: “De Israel”. Todos, o casi todos, judíos. Ludwig se puso un poco más nervioso que de costumbre. Porque el recorrido (te prometo, lector, que esto no es un ejercicio de humor negro) obligaba a un paralelismo histórico. 

Ludwig metió a todos los judíos en un tren. Algo apretados, porque eran bastantes. Los vagones se introdujeron por una senda oscura. Los judíos bajaron y, de pronto, fueron gaseados. Sí, gaseados con los aromas de la bodega. Era un ejercicio de esos tan de moda hoy: interactivos. Para adivinar, descubrir…

Ludwig nos contó que nunca olvidará el momento en que los metió a todos en el tren y apretó el botón. Ochenta años después, un alemán volvía a introducir a decenas de judíos en un vagón. “¡Salieron encantados! Estuvimos charlando amigablemente. Les gustó muchísimo la visita”.

Ochenta años, en términos históricos, son muy pocos. Veinte años, a decir de Gardel, no son nada. Pero ochenta tampoco. Ludwig, imagino, pensó en la memoria. Yo también lo pensé cuando escuché la anécdota. Quedan muchas cosas por hacer, seguro. ¡Pero por qué no decirlo! ¡Por qué no decirlo también! Cuánto hemos avanzado y qué rápido. Memoria histórica también es eso. O debería serlo.

Pensé, mirando a Ludwig, recortada su figura por la sombra del atardecer, que queda mucho por hacer, pero que Franco y Hitler están muertos. Que quedan cadáveres en las cunetas, pero que ya no hay nadie que siga cavando zanjas. Que nuestro vagón, incluso a oscuras, acaba oliendo muy bien. Y que el presente, bien mirado, ofrece mil y un motivos para celebrar. Nunca lo imaginé, pero ahí estábamos. Un alemán acababa de descubrirnos… el Mediterráneo.