Ahora va a resultar que la España vacía estaba llena… de partidos. De partidos en potencia, en fase latente y germinal, que se van a convertir en partidos en acto y de facto, poniendo voz y grito al silencio de los cultivos, de las tierras yermas, de los parajes olvidados y despoblados, de las callejuelas frecuentadas por el cierzo y de los polideportivos a medio hacer. Donde parece que no había nada (salvo senderistas domingueros) va a haber algo, y si va a haber algo será porque ya lo había, aunque agazapado y disperso.

Las elecciones anticipadas en Castilla y León van a acelerar, según parece, estas condensaciones reivindicativas de nuevos votantes y electos, que van a llegar para poner en valor y sobre el tapete lo suyo, su ansia y desespero regionales que los partidos nacionales, siempre sucursalistas, no atendían como era debido. O eso dicen.

No sabemos en qué va a fraguar esta movida, pero a poco éxito que tenga seguirá atomizando las bancadas del congreso de la nación, haciendo trizas los despojos del bipartidismo, complicando los acuerdos y las negociaciones, convirtiendo la unanimidad en una quimera, la mayoría en una construcción lubricada de ingeniería titánica y apuntando a la redefinición de la democracia (un hombre, un voto) como un hombre, un partido, que es a lo que vamos y, probablemente, de donde venimos.

Pero estos partidos nacientes de la España vacía, rural y agraria están, dicho así, en su pleno derecho, qué caramba, de decir que ahí están y que han venido para quedarse y para que nos enteremos de qué va lo que parecía no ir de ninguna manera.

Lo que no sabemos hoy (sospechas aparte) es en qué van a consistir exactamente, entre otras razones porque la consistencia es lo que menos distingue a los partidos actuales. Dentro de una presentible y amplia casuística, habrá deslizamientos a las cabezas de cartel de estas formaciones de líderes excluidos o disidentes de los partidos nacionales, formación de nuevas elites locales surgidas de abajo o de no tan abajo, resabios criptonacionalistas prontos a consolidarse como orgullo de país, manejos en la sombra de discretos novocaciques de aldea y de burgo podrido y, desde luego, ilusionadas mareas de gentes que necesitaban hacer piña cargadas de razones para alentar la solución del problema propio.

Y el problema propio es o será la carretera, el dispensario, el cajero automático, el grupo escolar, el polígono industrial estratégico y, por descontado, la fibra óptica y todo eso que colea, sobreentendido el centro de interpretación que atraiga visitantes a la ruina o al desfiladero.

Lo parece, lo sé, pero no quiere haber parodia en lo que digo. Quiere haber la intención de preguntar y preguntarse por qué los partidos conocidos no han resuelto lo que estos desconocidos por venir (¿y con porvenir?) quieren resolver. ¿Van a tener ideología identificable (¿vade retro?), distinta en cada demarcación según quienes funden y movilicen la cosa, o van a ser la versión campestre de los viejos tecnócratas, apóstoles de la obra pública?

Ya se verá en qué para todo esto y si, además de trabajar en los problemas concretos y crear nuevas cadenas de mando y de clientelismo, exacerban cantonalmente los ingredientes y sabores de sentimentalidad y populismo que ya nutren a los partidos nacionales y a sus acérrimos. Bienvenidos a la multiplicación de los panes y los peces del partidismo partitocrático. La que se avecina con los vecinos. O no.